EL ARTÍCULO DEL DÍA

Neoliberalismo: evisceración democrática

El equilibrio presupuestario no es un fin en sí mismo, el objetivo es reducir el presupuesto del Estado

Cándido Marquesán

Cándido Marquesán

Se impuso en los 70 la idea de «crisis de la gobernabilidad de las democracia (CGD)». En 1975, la Comisión Trilateral publicó La crisis de la democracia, informe sobre la gobernabilidad de las democracias. Las políticas keynesianas y los movimientos sociales eran las dos amenazas endémicas sobre la democracia liberal. La presión continua de la sociedad por alcanzar más bienestar social desbordaba a las democracias. Nunca el Estado providente podría calmar los ardores. Entre las soluciones a esta CGD, una de ellas, según Paul A. Samuelson era el «remedio del diablo»: dictadura contra aluvión democrático; para despolitizar la sociedad, militarizar la política.

Hayek dijo que la democracia no es posible en todos los países; y también que Pinochet no era exportable a todos los sitios. Para implantar el neoliberalismo, la dictadura militar era último recurso. Milton Friedman insistía que el Chile de Pinochet era la excepción no la regla. Había que limitar la democracia, pudiendo hacerse sutilmente sin cañones. En otras latitudes, una Thatcher o un Reagan podían realizar la tarea.

Hayek confeccionó una caja de herramientas ideológica de emergencia, para salvar el sistema sin recurrir a una dictadura. No obstante, era un aviso a navegantes: si rechazáis el modo suave, no habrá otra opción que la fuerza. En 1978, haciéndose eco de la CGD, sostenía que la epidemia de gobernitis aguda era consecuencia de una democracia ilimitada. La democracia sólo podía conservarse en una forma limitada. En su variante ilimitada se autodestruía. Si la crisis se debía a la vulnerabilidad excesiva del Gobierno a las reivindicaciones permanentes, había que encontrar los medios de aislar los Gobiernos, poniendo todo un conjunto de cuestiones fuera del alcance de la política democrática. Imaginó varios procedimientos, aunque todos concurrían en un mismo programa; «destronar la política». Restringir drásticamente los márgenes de maniobra del Gobierno en materia social y económica. Debía estar limitado por reglas de larga duración que nadie podía cambiar o derogar: una constitución. A la excesiva soltura de la decisión democrática, se oponía el modelo de un gobierno constitucionalmente limitado en materia económica. Una constitución así imposibilitaría todas las medidas socialistas de redistribución y toda intervención en el mercado para corregir el reparto de beneficios.

Una estrategia institucional era trabajar sobre las escalas del poder: desmembrar la unidad de la soberanía clásica. Mientras que el cerrojo constitucional sería transferido hacia arriba, a instancias federales; se descentralizaría todo un sector de las antiguas funciones del Estado, relegado a los peldaños inferiores, a autoridades locales o regionales, totalmente limitadas en sus poderes ejecutivos por las reglas dictadas por una autoridad legislativa superior. La construcción de la Unión Europea y las comunidades autónomas pueden ser el modelo.

Estos proyectos de limitación constitucional abrían muchas expectativas para una destitución de una política democrática, pero aún así, había un problema práctico. ¿Se podía esperar razonablemente que la democracia ilimitada se limitara a sí misma? Paul Samuelson preconizaba las limitaciones constitucionales de la fiscalidad como forma de capitalismo impuesto. Había que apoyarse en la rebelión fiscal de la clase media para contrarrestar las reticencias de otros sectores de la sociedad favorables al Estado de bienestar. Para evitar el peligro de una democracia ilimitada, había que inscribir de una vez por todas en la constitución que el capitalismo debe ser la ley del país.

Se lanzó una gran ofensiva ideológica sobre el «equilibrio presupuestario» y de la lucha contra los déficits. Todos nuestros males, según los economistas conservadores, provenían de la destrucción keynesiana del equilibrio presupuestario. El Estado hipertrofiado, los déficits abismales, el sector público descontrolado. Por ello, una regla externa y superior, una norma constitucional restrictiva y sagrada de equilibrio presupuestario. Ese era el himno oficial. Sin embargo, en los círculos más íntimos, los neoliberales entonaban otra canción. En 1982, Friedman: «Es una buena idea tener un equilibrio presupuestario, pero no al precio de pagar más impuestos». O lo que es lo mismo el equilibrio no es un valor en sí mismo. El objetivo prioritario es reducir el presupuesto del Estado.

El déficit presupuestario no es una calamidad, sino una bendición, ya que permite frenar el gasto social. Además, en este momento aparecía un fenómeno económico nuevo con muchas posibilidades. Para hacer frente a la crisis de las finanzas públicas, los Gobiernos recurrían a la financiación de los mercados privados. Esta dependencia de los Gobiernos creaba presiones añadidas a favor de las políticas conservadoras y respetuosas con los intereses del capital. Otra limitación más a las políticas gubernamentales, mucho más potente que las anteriores: la dictadura de los mercados. Una de las innovaciones del neoliberalismo, ha sido concebir el mercado como una tecnología política: no solo distribuye de una manera óptima los recursos autónomamente en la economía, sino que es un principio político de gobernabilidad.

Los gobiernos se someten a los mandatos del mercado en lugar de a los poderes elegidos por el pueblo. Por ende, evisceración de la democracia.

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