Sala de máquinas

Humboldt

Juan Bolea

Juan Bolea

La última vez que vi al escritor colombiano William Ospina estábamos a ciento cincuenta metros de altura, en el piso número 57 de uno de los rascacielos más altos de Ciudad de Panamá. Se ubicaba allí la residencia del embajador de Perú, quien nos ofrecía una recepción.

Ospina y yo conversábamos en el balcón, él despreocupadamente apoyado en la balaustrada, abajo el espantoso vacío. Le dije lo que pensaba —y sigo pensando— de su prosa: su estilo me parece uno de los mejores de la literatura contemporánea. En mi opinión, casi nadie como él ha trabajado un castellano tan rico y puro. Se turbó, se asomó más al vacío y, dándome una lección de modestia, se sometió a una implacable autocrítica.

Ahora, Ospina vuelve a demostrar que aquel elogio mío no tenía nada de gratuito, publicando un nuevo e igualmente asombroso libro: Pondré mi oído en la piedra hasta que hable (Random).

Se trata de una especie de biografía novelada en la línea de las que ya le inspiraron Pizarro o Ursúa, pero mejor escrita, si cabe. Con una perfección técnica y una riqueza de vocabulario a la altura de la figura de Alexander von Humboldt, que es el protagonista del libro.

Sabio mayor de su tiempo, el mítico explorador alemán —geógrafo, vulcanólogo, botánico, científico global…— recorrió a finales del siglo XVIII Canarias y la América española, clasificando sus especies y desentrañando por primera vez su historia geológica. El Teide, el Orinoco, Cuba, Cartagena de Indias, la cuenca del Amazonas, los volcanes de Ecuador… Y, además, las tribus, los reptiles, los insectos, las flores, los minerales… A medida que recorría los virreinatos españoles, el equipaje y los cuadernos de Humboldt se iban colmando de anotaciones y colecciones, reflexiones y experiencias, hipótesis que su prodigiosa mente relacionaba unas con otras en la búsqueda de una suerte de orden universal. Sospechaba Humboldt que la naturaleza que ven nuestros ojos, con sus erupciones y fuegos, su manto terrenal y sus espacios marítimos era tan solo una delgada capa sobre la inmensa bola de fuego que, bajo las montañas y los ríos saludaba a los otros planetas con su fuerza imán y lenguaje orbital.

Una obra de arte.

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