Aplausos en el avión

Roberto Malo

Roberto Malo

Esta semana se acabaron mis vacaciones con un estruendoso aplauso al aterrizar a la perfección el avión que nos traía de vuelta a casa, al aeropuerto de Zaragoza, posándose suavemente en la pista como un polluelo volviendo al nido tras un buen vuelo y desacelerando de manera progresiva y eficiente en los últimos metros hasta detenerse finalmente. El avión iba lleno hasta los topes, y muchos pasajeros aplaudieron al tomar tierra, tal vez como señal de agradecimiento a la pericia de los pilotos o quizás más bien como una manera de liberar la tensión y comprender palpablemente que seguimos vivos. Lo mejor de las vacaciones es volver para contarlo. Eso se merece un aplauso, claro que sí. Hay gente que se muere de vergüenza ajena ante estas muestras efusivas y estentóreas en los aviones, lo ven como algo rancio, propio de catetos, pero a mí los aplausos me gustan. Los aplausos siempre están bien. Como cuentista, como titiritero, vivo de ellos. Los aplausos alimentan. Estoy seguro de que a la mayoría de las azafatas les gustan los aplausos, aunque hace poco leí que una de ellas era muy crítica con el tema. Y los pilotos, me consta, lo agradecen cuando se lo comentan los miembros de la tripulación, si bien ellos no escuchan en realidad los aplausos al estar la cabina cerrada rigurosamente desde el fatídico 11 de septiembre; cosas de la seguridad. En fin, se acabó el verano, con sus serpientes de verano, que nunca faltan, y comienza un nuevo curso. (Me viene a la cabeza por asociación aquella terrible película de acción, Serpientes en el avión, que daba lo que prometía el título, y yo por mi parte creo que he hecho algo muy parecido con mi columna, y me temo que con resultados similares.) Encaremos la vuelta al cole con un aplauso cargado de optimismo y energía a raudales, que lo vamos a necesitar. Más aplausos en la vida, claro que sí.

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