Un veneno para la democracia: la desigualdad

Con cada generación pierden fuerza los ideales y principios democráticos, y esto es una voz de alarma

Cándido Marquesán

Cándido Marquesán

El incremento de la desigualdad social a nivel global y sus efectos sobre las democracias se ha convertido en un problema innegable, que ha sido abordado por las ciencias sociales desde distintas perspectivas (Piketty en su libro Capital en el siglo XXI; Stiglitz en El precio de la desigualdad; Laval y Dardot, La nueva razón del mundo). Además de otros muchos. Esa inequidad, que se extiende a lo largo del mapa geopolítico mundial sobre todo en las ciudades, muestra imágenes desgarradoras de migraciones forzadas, de trabajo precario, de múltiples formas de explotación y violencia, que amenazan no sólo las vidas sino también las instituciones y los principios democráticos.

El aumento de la desigualdad funciona como un veneno que va eviscerando la democracia gradualmente. Este hecho ya lo advirtieron expertos en ciencias sociales. Recordaré a uno de ellos. Bobbio consideraba pertinente y posible demandar de la democracia un compromiso, a la vez que con la libertad, con una mayor igualdad en las condiciones materiales de vida de la gente, o sea, le parecía adecuado pedir a la democracia no sólo la preservación y el desarrollo del régimen de libertades que la hacen posible, sino también una cierta voluntad igualitaria en el sentido de utilizar el poder del Estado para contribuir a reducir las desigualdades materiales más manifiestas e injustas, así no más sea porque la presencia en una sociedad cualquiera de tal tipo de desigualdades puede tornar enteramente ilusorio y vacío, para quienes las padecen, el disfrute y ejercicio de las propias libertades. «La libertad, pues, y a la larga, no podrá subsistir sin igualdad».

Según esa idea, por consiguiente, la igualdad no sólo no es un ideal incompatible con la libertad, sino, todo lo contrario, una cierta igualdad material mínima sería una condición para el ejercicio efectivo de la libertad y para la real consolidación de un régimen democrático. Bobbio se apercibió y advirtió del gran problema, que explotó con gran fuerza a fines del siglo XX, aunque ya se estaba fraguando en los años anteriores: el triunfo de una sociedad de mercado había conducido a un crecimiento inaceptable de las desigualdades, lo que suponía un peligro mortal para la democracia. Y la izquierda en lugar de oponerse al fenómeno de la desigualdad lo facilitó, aferrándose a la hegemonía neoliberal. Mas, insistía Bobbio, la izquierda tendrá razón de ser, solo si se mantiene fiel a sus principios: estar al lado de los más débiles. La izquierda en lugar de preocuparse por inventarse nuevas banderas en reemplazo de la igualdad, debería conservar ese estandarte.

La estrella polar de la izquierda es la igualdad. Por ello, la izquierda debería hacerse la pregunta de ¿cuánto nivel de desigualdad puede soportar la democracia? La derecha no se la plantea porque para ella la libertad y la igualdad no solo no se implican, sino que mantienen una relación de oposición, en virtud de la cual la libertad solo puede afirmarse con el sacrificio de la igualdad.

Como señala Stiglitz, las secuelas de la irrefrenable desigualdad las tenemos ante nuestros ojos. Tenemos a Orbán, Bolsonaro, Trump, Modi, y una lista cada vez más larga de aspirantes a autócratas, como Milei, que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo. La difundida sensación de que la democracia ha generado resultados injustos debilitó la confianza en ella, y llevó a algunos a concluir que sistemas alternativos podrían ser más eficaces.

Avisados estamos. La democracia es muy frágil. Por ello, me parece muy interesante la encuesta sobre la democracia, difundida en septiembre de 2023, del Open Society Barometer, y realizada en 30 países. Hay un aspecto alentador: gran apoyo a la democracia, en una época en la que se dice que está en crisis.

El 86% quiere vivir en una democracia y sólo el 20% piensa que los países autoritarios proporcionan a sus ciudadanos lo que quieren mejor que los democráticos. Lo negativo es que esta fe se está debilitando. Si bien el 71% de los encuestados de 56 años en adelante opinaron que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, esta opinión bajó a sólo 57% en el grupo de entre 18 y 35 años. Un patrón similar, aunque menos pronunciado, se observó en apoyo a líderes fuertes que prescinden de elecciones: 26% del grupo de mayor edad y 35% de los más jóvenes. Los regímenes militares los apoyaron el 20% de la gente mayor y el 42% de los jóvenes. Es decir: más de dos de cada cinco jóvenes no ve la democracia como la mejor forma de gobierno, y más de dos de cada cinco apoya algún tipo de control militar. Un dato a considerar: la mitad del mundo tiene menos de 30 años.

Esto sugiere que con cada generación pierden fuerza los ideales y principios democráticos, y esto es una voz de alarma, aunque no debería sorprendernos. Después de todo, los jóvenes entre 18 y 35 años han crecido durante la época de las crisis, que las han sufrido con más intensidad. La legitimidad de la democracia depende de la confianza de la gente para mejorar sus vidas, como una garantía a sus libertades, y por su capacidad de generar un mayor bienestar material.

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