El niño y el buitre

Olga Bernad

Olga Bernad

Cada vez que una guerra o una catástrofe sacude al mundo vuelve el dilema moral sobre las imágenes que nos informan. ¿Es necesario ver la crudeza sin vendas para que nuestras conciencias despierten o se trata de una crueldad innecesaria que no aporta más información? Ambos extremos podrían defenderse con argumentos atendibles, pero la cuestión tiene aristas que actúan como variables: por una parte, la sociedad civilizada tiende a rechazar la crudeza por lo impactante que resulta y por respeto a las víctimas; por otra, determinados grupos la usan para potenciar el horror y el miedo, que es al fin y al cabo la meta de su actividad, la prueba de su eficacia, como es el caso de los terroristas, mientras que cuando se trata de ejércitos a los que se les puede pedir alguna responsabilidad internacional pueden enmascarar esa crueldad intencionadamente. Hay cosas que nunca veremos. En mitad del baile, los medios de información, jugando también en su guerra de audiencias e ideologías. Con todo ello, el espectador chapotea en un mar confuso en el que suele elegir qué creer atendiendo a premisas ya asentadas en su mente. A veces da igual lo que veas, minimizarás unas cosas y magnificarás otras para que cuadren con tu propia opinión, de tal manera que lo que pasa importa de manera relativa.

Sin embargo, a veces una imagen sigue valiendo más que mil palabras. ¿Recuerdan el niño hambriento acechado por el buitre que Kevin Carter fotografió en 1993? Las críticas lo destrozaron pero pocos documentos, como aquel, hicieron ver y sentir al mundo civilizado lo que es una hambruna. Sin embargo, el fotógrafo se suicidó un año después y el niño, curiosamente, le sobrevivió. Quizá sea imposible involucrarse sin ser arrasado de alguna manera. «Si miras mucho al abismo, el abismo acabará por mirar dentro de ti», Nietzsche dixit.

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