Sobre abusos físicos y espirituales

Carlos Gurpegui

Carlos Gurpegui

La madurez moral de una sociedad se refleja en cómo resuelve sus propios conflictos. Los numerosos casos de pederastia producidos en el seno de la Iglesia Católica (y en sus diversas órdenes) por fin van viendo la luz, en valiente y cicatrizante denuncia de sus víctimas. Pero en el grueso, el relato oficial queda atenuado, silenciado y hasta escondido bajo una cobarde e injusta cortina de humo, alejada de atender con urgencia y firmeza una resolución que fuera ejemplarizante, y que pudiera restituir con bálsamo la dignidad del amplio planten de personas mancilladas y heridas. En muchos de los casos, la falta de rotundidad del clero se transforma en silencio cómplice con sus depredadores sexuales, apartados en cuarentena del ruido de los medios. En respuesta al hedor de sus ultrajes, ahora son ellos quienes deberían notar otro aliento en sus nucas. «Aquél que ha permitido que abuses de él, te conoce», escribía el poeta y pintor William Blake.

¿Hasta dónde se prolonga el desamparo de los hechos? ¿Dónde quedan pues la ley de Dios y la ley (jurídica) de los hombres (y las mujeres)? ¿Cómo gestiona la Iglesia la justicia, el dolor, el arrepentimiento, la caridad y su compasión, poniendo el foco primero en el socorro de las víctimas humilladas y acosadas hasta la extenuación, cuyas vidas han sido profanadas y arrebatadas? ¿Cómo se restituye un nuevo orden de las cosas y de la vida? ¿Qué hacer ante, a veces, el maquillaje hipócrita y fariseo de un grueso de élites, expertas en esto del barrer y dejar lo más terrible del ser humano escondido debajo de la alfombra del «aquí no ha pasado nada», para limpiar «en casa» los trapos sucios tras las fechorías de sus ovejas descarriadas? ¿Dónde queda el rendir cuentas, el colaborar con la justicia, el restituir y el dar ejemplo?

Tanto en cantidad como en naturaleza, la realidad es tan escandalosa que se necesita de una voz que se comprometa en esclarecer y poner a cada ser humano en el espacio social que le corresponda. Estamos ante un problema mayor, no menor de «sólo unos miles», necesitado de rotundidad convincente, continuada y permanente, como hace escasos días sugería el Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, para la reparación de las 440.000 víctimas que tiene en su haber la Iglesia española, un 1,13% de la población adulta actual, donde reparar no es solo enmendar o desagraviar. Es, ante todo, «remediar», buscar una solución que adopte unos protocolos de prevención que materialicen el compromiso del consabido «no volverá a suceder». Porque, ante estas cifras de barbarie, ¿cómo se están gestionando los casos sucedidos en España y, más en concreto, en Aragón?

Ante las 330.000 víctimas de nuestros vecinos franceses, sus obispos vendieron parte de su patrimonio inmobiliario para cubrir las indemnizaciones, un gesto de aliento que al menos decía lo suyo sobre su capacidad de vergüenza. La realidad se alinea en la misma longitud de onda que lo denunciado por Alejandro Monteverde en su película Sound of Freedom, director con el que hace poco tuve la suerte de conversar en los Cines Palafox. Pisando las primeras ramas en los bosques de este terror, Monteverde insistía que, más allá de ideologías, la cuestión de los abusos a menores requería de una «urgente visibilidad» para estar en la agenda de agentes e instituciones. Como apuntaba en otro escenario Julian Assange, «el secreto no debería ser usado para cubrir abusos». Salga entonces, pues, la verdad con luz y taquígrafos para reparar y para sanar.

*Académico y gestor cultural

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