Sala de máquinas

Miguel Hernández

Juan Bolea

Juan Bolea

Por qué la voz, por qué los versos de Miguel Hernández jamás se alejan de nuestro lado? Ocurre tal vecindad, sobreviene esa frecuente costumbre de leer a un poeta, de volver a escucharle sin que haya pasado demasiado tiempo entre una lectura y otra solo con los grandes, esos pocos, el puñado de genios que están, siguen ahí, en la esquina del tiempo, esperándonos para cauterizar cualquier infortunio o celebrar mejor, más apropiada e intensamente toda exaltación del alma.

La casa Seix Barral acaba de publicar El sello de la guerra, una edición coordinada por la también poeta Elena Medel y centrada en el Hernández combatiente, en el guerrillero, en el luchador republicano que se opuso al golpe de estado del 18 de junio de 1936, fecha en la que daría comienzo nuestra más sanguinaria guerra civil y la poesía más dura y ametrallada de Miguel.

Vemos, leemos, conocemos aquí, en este libro de hierro al rojo y con rojas rosas heridas al Hernández más combativo, duro en la crítica al adversario pero tierno con los españoles a los que quería representar (a los que quería, simplemente). Contra los poderosos, contra los facciosos enfrentó el de Orihuela una artillería verbal como pocos fueron capaces de activar con pólvora de lenguaje. Pero su talento era tal que incluso en la más despiadada descalificación de un enemigo de la república no dejaba de brillar el arte de su poesía. Ya en la guerra, o en la cárcel, la cadencia de su versificación y ritmo, el oscuro eco de sus metáforas parecía mecerse a impulsos de los gritos, de las bombas, de los gemidos de los heridos y los huérfanos… Vientos de muerte arrasando toda convivencia y sentimiento sobre la península ibérica, caballos salvajes galopando su retórica poética en vanguardia de un combate en el que le iba la vida. Porque textualmente se jugaba él la existencia en la lucha, bien lo sabía la negra muerte que lo aguardaba después de llevarse a Federico García Lorca, asesinado antes que él.

La guerra los destruyó a los dos, tan grandes ambos que su recuerdo unido a la contienda cava una fosa en la que caben todos esos tristes recuerdos agujereados a tiros por las balas del rencor y la intolerancia, pero no destruyó su poesía.

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