Sala de máquinas

El Tao

Juan Bolea

Juan Bolea

Tuve la suerte de tratar a Luis Racionero, hombre de múltiples saberes, tan inclasificable él mismo como los conocimientos que atesoraba y compartía.

Era un humanista, pero no a la manera europea, sino más bien oriental. Había estudiado en profundidad las religiones hindúes y chinas y estaba empapado de ese tipo de espiritualidad que, al principio, choca por su estatismo, por su pasividad, pero que, poco a poco, se va imponiendo por su majestuosa ausencia de lógica, de ambición y razón, hallando en la contemplación la clave con la que desentrañar los misterios de la vida y hasta la bóveda del universo.

El sello Austral, en su colección Sabiduría, acaba de editar Tao Te Ching, de Lao-Tse, con un prólogo de Luis Racionero, de ahí mi emotivo recuerdo hacia él.

En su lúcido estudio, Racionero comienza afirmando que el Tao es «el mejor libro del mundo», pero también el más difícil de traducir porque su estado de ánimo está más allá de las palabras. «En el primer verso está la clave de todo: el Tao, en cuanto se nombra, ya no es. Nos encontramos ante un imposible: hablar de lo que está fuera de las palabras. Solo se puede aludir: uno señala con el dedo a la luna, el dedo son las palabras, quien se queda solo con el dedo no verá la luna».

Lao-Tse, personaje legendario, del que se discute su existencia, pero que bien pudo haber vivido, en calidad de sacerdote, en el siglo VI a. C., nos dijo que la acción, por lo que de selectivo incluye, no comporta sabiduría ninguna. El sabio deberá renunciar tanto a la opinión como al deseo. Todo aquel que se jacte o envanezca, ordene o disponga, califique o intente disuadir a otros se alejará del camino para, acaso, no volver a encontrarlo mañana. Por eso la virtud es renuncia, sacrifico, contemplación.

Lao Tse escribió: «Entre los delitos, ninguno es mayor que poseer lo que deseas; entre los desastres, ninguno es mayor que no saber cuando tienes bastante; entre los defectos, ninguno causa mayor aflicción que el deseo de tener. Así pues, el contento de quien sabe que tiene bastante es perdurable».

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