Sala de máquinas

Bolaños

Juan Bolea

Juan Bolea

En una de sus mejores novelas, La antesala, describía Ramón J. Sender a uno de sus personajes diciendo que «tenía cuarenta y ocho años, edad en que los secretarios de los partidos pasan a ser ministrables». Es lo que le ha ocurrido al casi cincuentón Félix Bolaños, que de la antesala del gobierno, de ser secretario de la comisión de Ética del PSOE (donde aprendió a prescindir de dicha virtud), después secretario de la Fundación Pablo Iglesias, más tarde secretario de Presidencia, ha pasado a ministro de Presidencia y del Procés.

Este Bolaños devenido en pequeño Rasputín, político palaciego y tortuoso, tejido nudo a nudo con los mimbres del poder, ha construido para Pedro Sánchez un pedestal de mentiras sobre el que la estatua del presidente se mantiene a la pata coja.

Con una en Madrid y otra en Waterloo, por ese arco del triunfo hace pasar Bolaños indultos y amnistías, presupuestos y competencias, y, mucho me temo, el trasvase del Ebro, cuya amenaza es real y cuyos planos probablemente se estén dibujando ya en algún ministerio.

El Ebro, como la amnistía, la condonación de la deuda a Cataluña, como la concesión de las Rodalías y de la emigración no son sino prendas, monedas de cambio del saco con que el pequeño Bolaños y el grandullón Cerdán viajan a Bruselas para pagar a Puigdemont. El jefe, como sus maestros sicilianos, los recibe en hoteles despejados por escoltas que le pagamos desde aquí y en secreta reunión les da a conocer las nuevas condiciones del pacto entre familias. Heraldo de la suya, Bolaños regresa a Madrid para cumplir lo acordado.

Hasta ahora, ha cumplido y por eso el gang independentista le ayuda a sacar adelante su gran plan para eliminar a Feijóo, que no se entera de nada, y quedarse con el pastel español.

De la antesala del Gobierno y del poder a ocuparlo plenamente… Para mantenerlo, Bolaños necesita, además de la plena confianza de Sánchez y de Puigdemont, una crisis en la que brillar y mucha plata, o agua, con la que callar bocas y apagar la sed de poder de tantos otros.

Este hombre puede hacer el trasvase.

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