El discreto encanto rural

Carmen Bandrés

Carmen Bandrés

La pasada pandemia provocó sustanciosos cambios en nuestra existencia, a raíz de las experiencias que hubimos de sufrir y superar. Fueron multitud quienes hubieron de resignarse a soportar el interminable periodo de confinamiento en una vivienda, no ya sin jardín ni una terraza amplia, sino incluso desprovista de un pequeño balcón desde el que escapar por un instante del espacio cerrado sin horizonte. Y, sin duda, muchos de ellos añoraron aquella casa en el pueblo de la cual no hace tanto partieron y donde era factible respirar aire puro y celebrar al atardecer entrañables tertulias en buena compañía, sobre sencillas sillas de anea.

Pues, bien, gracias a los enormes avances en las tecnologías de la información y comunicación ha sido posible un extraordinario auge del teletrabajo y, con él, la posibilidad de retornar a esa España vaciada donde el ejercicio de ciertas profesiones era inviable. Aunque, por desgracia, ese no es el único obstáculo: la carencia de servicios básicos asfixia las opciones de reencontrarse con la ansiada y bucólica relación con la naturaleza, un vínculo que solemos discernir como ajeno al entorno urbano. No es posible luchar contra el abandono de los pequeños núcleos rurales si no disponen de escuela o acceso en un tiempo razonable a los servicios sanitarios; si no existe cobertura telefónica ni conexión válida a internet, si cada iniciativa vital tropieza con un sin fin de barreras insalvables…

¿Es, pues, esa estimulante burbuja renovadora que supuso el teletrabajo (y que ahora parece en retroceso), un ensayo en vía muerta, condenado a la extinción? En modo alguno. Tenemos derecho a pensar que persisten muchas batallas por ganar, tal como los habitantes de Caneto han demostrado: un pequeño pueblo desahuciado en la década de los sesenta y hoy recuperado, tiene por fin escuela.

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