EL ARTÍCULO DEL DÍA

El reto de ser agricultor

En un mercado global se exigen cambios en el sector para poder actuar en igualdad de condiciones

Fernando Carnicero

Fernando Carnicero

Estamos asistiendo a una tractorada más del sector agrario, un hecho que se viene repitiendo periódicamente. Suenan a ecos de aquellas que ocupaban las cunetas de las entonces carreteras nacionales (no había autovías) y todavía la Jefatura del Estado estaba en manos de un señor de triste recuerdo. Las primeras se desarrollaron en los años 70 del siglo pasado y se conocieron como la guerra del maíz. El motivo era el bajo precio de las cosechas que apenas llegaba a cubrir los gastos de producción y las importaciones de otros países. Cincuenta años después y escuchando las declaraciones de los manifestantes parece que no ha pasado un solo año.

Pero la realidad es otra muy distinta, nada menos que hemos pasado de una autarquía a una democracia, de un país aislado a un país integrado en Europa, donde se toman decisiones de todo tipo pero sobre todo de carácter económico, en este caso con una PAC que fue polémica desde el principio pero que ha potenciado con subvenciones una agricultura que ha pasado de ser de subsistencia a una agricultura empresarial. Solo hace falta mirar las imágenes de aquellos años y las que hoy nos ofrecen los medios de comunicación, hemos pasado de tractores que apenas superaban los sesenta CV a potentes maquinas de más de 150 CV que pueden arrastrar varios aperos a la vez.

Las explotaciones agrarias se han convertido en empresas que exigen a los agricultores tener conocimientos de ingeniería agrícola y tecnológica, de química, mecánica, climática y de administración y gestión. Todo por encima de los propios de la profesión.

Ese cambio se ha producido también a todos los niveles. Las pequeñas explotaciones familiares agrícolas o ganaderas no han podido mantener el ritmo productivo y competitivo establecido por los grandes grupos económicos, algunos llegados a la agricultura con fines especulativos. También la globalización ha establecido nuevas formas de comercialización, facilitando la circulación de productos por todo el mundo aprovechándose del bajo coste del transporte al que nunca se le implementan los costes reales que tiene y las complicaciones que genera para el medioambiente. De paso, la libre circulación de capitales está permitiendo la deslocalización de empresas europeas o la entrada de fondos de inversión que buscan países de sueldos bajos y con pocas exigencias a la hora de producir, para obtener una mercancía que después su lobi se encarga de negociar con las instituciones europeas para colocar esos productos que son una competencia desleal para los agricultores españoles y también europeos.

La apuesta europea por una producción de calidad y con respeto al medioambiente como forma de proteger las salud de los ciudadanos ha originado un cambio brutal a la hora de gestionar la actividad de los agricultores, que se ven sometidos a un control exhaustivo de su sistema productivo con procesos de gestión que exigen una dedicación en tiempo y forma que lastran la dedicación diaria al cultivo de la tierra y sobre todo en aquellas explotaciones de pequeño tamaño que no cuentan con recursos suficientes para poder atender tanta burocracia.

Por eso resulta un contrasentido, salvo que alguien lo explique, que si desde la Unión Europea se ha realizado una opción por la calidad alimentaria y proteger la salud de los ciudadanos, se autorice la entrada de productos que en su cultivo no se han seguido los estándares que sí se exigen a los agricultores europeos. ¿Qué sentido tiene que llegue por otro circuito lo que aquí hemos prohibido?

La venta de las cosechas siempre ha sido el gran reto al que se enfrentan los agricultores y ahora son los cambios producidos en las redes de distribuciones y comercialización los que condicionan sobremanera la puesta en el mercado de un producto conseguido a base de mucha inversión y esfuerzo. Grandes grupos económicos copan el mercado de la distribución y venta, no solo de productos agrícolas, sino también de sus derivados, en algunos casos con cuotas de mercado que superan el 30%. Frente a ellos, los agricultores lejos de concentrar la oferta y de generar sus propios canales de venta al mismo nivel de esos grandes grupos, se encuentran en un porcentaje altísimo con las cosechas en la mano a la espera de que los intermediarios acudan a su rescate comprando su producto con una pérdida de valor añadido que harían mucho más rentables sus empresas.

En un mercado global muy poderoso, con unos actores externos que han llegado a la agricultura para especular y con un déficit histórico de estructuras propias de comercialización se exigen cambios profundos en el sector para que se puedan relacionar con otros actores en igualdad de condiciones. Está claro que después de tantos años las actuales organizaciones agrarias (UPA, UAGA, Araga, Asaja...) no han conseguido altos niveles de afiliación, posiblemente porque a pesar de que su ámbito de actuación es el mismo, no tienen los mismos objetivos. Esta circunstancia, en situaciones como la que se vive estos días, resulta un problema a la hora de dar con un interlocutor con la administración, también a la hora de asumir riesgos y responsabilidades. Hacen falta nuevas estructuras organizativas fuertes que representen fielmente la realidad del sector, que se conviertan en interlocutores válidos ante las distintas instituciones del Estado y tengan la suficiente fuerza para mirar hacia dentro, reconocer sus debilidades y fortalezas y afrontar con decisión una renovación en sus formas de hacer y decidir que les conviertan en el potente sector primario que España necesita.

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