Opinión | CON LA VENIA

El Poder Judicial en llamas

Algo muy grave está sucediendo en el Poder Judicial pues tiene demasiados problemas. Uno de los más escandalosos atañe al hecho de que el Consejo del Poder Judicial, su máximo órgano de gobierno, lleva cinco años de retraso en su obligada renovación, lo que limita sus competencias al no poder nombrar magistrados del Supremo, presidentes de Tribunales Superiores o de Audiencias, entre otros, con la consiguiente perturbación del funcionamiento de todos los órganos judiciales. No es importante identificar la fuerza política responsable de lo que está pasando, aunque concretamente en este caso es culpable la oposición con su actitud irreductible para conservar la mayoría política en la institución, actitud sin precedentes en toda su trayectoria, mientras en paralelo el Gobierno pugna por recuperar la mayoría perdida. Y grave es dar por supuesto que los consejeros están sometidos a un mandato imperativo impuesto por el partido político que los propuso y nombró, pero su comportamiento a lo largo de su larguísimo mandato no hace sino confirmar el carácter partidista que ha adquirido la institución. No contribuye a mejorar su prestigio el impúdico proceder de la mayoría de los consejeros que ni se han planteado la exigencia ética de presentar su dimisión ante el cariz que ha tomado el asunto. La conclusión es que poco a poco el predicamento de la institución merma de manera irreversible. Tampoco el Poder Legislativo anda sobrado en materia de reputación por cuanto además de legislar sin buscar el consenso, prescinde de tal metodología y la sustituye por la aritmética, incluso cuando se trata de cuestiones de Estado o que afectan a intereses generales del país, como la Educación en todos sus niveles. Sería instructivo asistir a las sesiones de control del gobierno para comprobarlo, pero bastaría sólo una para sentir vergüenza por el comportamiento bochornoso de nuestros diputados y senadores. La violencia verbal, el insulto, la demagogia, el sectarismo, la chulería, la difamación, las calumnias, el desplante y la prepotencia son algunos de los atributos con los que una buena parte de los legisladores se adornan recíprocamente. Estos comportamientos no sólo deterioran a los protagonistas a quienes jalean a sus compañeros desde los escaños, sino también al conjunto de la institución. La extraña regla que preside estos debates (a mayor insulto, mayor ovación) supone una pieza más del puzzle en que se asienta el delicado edificio de una sociedad civilizada.

El diagnóstico sobre el estado del Poder Ejecutivo tampoco puede ser optimista. De entre los problemas destaca su mala relación con la Judicatura pues hoy, la mayor parte de los jueces se sienten ofendidos y humillados por sus actuaciones. Además de las descalificaciones puntuales de ciertas conductas judiciales, ha influido también la nula participación de los jueces en el proceso legislativo de materias tan sensibles como los indultos y las reformas del Código Penal que debilitan la respuesta punitiva del Estado frente a graves delitos, amén de la polémica ley de amnistía. Los jueces entendemos que estas reformas no tienen como finalidad el interés general, sino el pago en incómodos plazos de la deuda contraída con quienes mantienen la precaria mayoría que permite la continuidad del Gobierno. La materia penal en su regulación requiere siempre consenso. Un ejemplo paradigmático fue el Código Penal de 1995, aprobado sin ningún voto en contra y con el apoyo del Consejo General del Poder Judicial además de todas las instituciones jurídicas de nuestro país. Fue el homenaje que la comunidad jurídica debía brindar a la norma más importante de nuestro ordenamiento jurídico después de la Constitución española. Sus actuales reformas deben exigir el mismo respeto institucional y político, y las medidas de gracia acordadas no pueden contemplarse como mercancía partidista pues esta conducta desvirtúa la naturaleza de las instituciones.

Grave es también la pretensión formulada por algún socio de la mayoría de obligar a los jueces a comparecer en el Congreso para explicar sus resoluciones. Es obvio que tal pretensión no puede prosperar por su grosera inconstitucionalidad, pero sirve para tensar aún más las relaciones entre ambos poderes del Estado. Los jueces, quede claro, tienen su propio sistema de responsabilidades que se articula a través de recursos contra sus resoluciones. Por tanto, no existe una vía parlamentaria para su control ni puede existir, pues estaría en juego su independencia y la existencia misma del poder judicial. El juez que fuera llamado al Parlamento ni está obligado a comparecer, ni tiene derecho a hacerlo.

Demasiados problemas en todos los poderes del Estado. ¿Cómo afrontarlos? Es difícil confiar esa tarea a los partidos políticos puesto que, lejos de intentar apaciguar las aguas, excitan a sus partidarios hasta el punto de convertir a simples adversarios en feroces enemigos y nada indica que alguno de los parámetros citados pueda modificar su deriva. Tampoco es imposible que se produzca un agravamiento de la situación. En ese caso, sólo faltaría el detonador. Lo escribo con preocupación.

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