Opinión | sedimentos

Teléfono de la esperanza

Hace cuatro décadas, en la estela de una iniciativa forjada en Sevilla en 1971, se instauró el Teléfono de la esperanza en Aragón. Miles de llamadas angustiadas en demanda de ayuda son atendidas día tras día, incluso acompañando al interlocutor a intervenciones presenciales en los casos más graves. A cualquier hora del día o de la noche, alguien al otro lado de la línea está dispuesto a escuchar y proporcionar la primera asistencia a una persona desesperada que, en ocasiones, transita por el filo de una decisión trascendental. Las llamadas, siempre de carácter gratuito y anónimo, son acogidas por un voluntariado, dirigido por Alberto Hernández, que ha de superar un año de preparación psicológica y social previa antes de tomar el auricular, adiestramiento que posteriormente se mantiene de forma continuada para permitir el ejercicio de tan admirable labor con la necesaria eficacia, siempre merced a su entrega, conocimientos y extraordinaria sensibilidad hacia las desdichas ajenas.

A raíz de la publicación de mi novela Danza de máscaras, donde analizaba el acoso laboral tanto desde el punto de vista de la víctima como de la del verdugo, tuve ocasión de entrar en contacto con esta organización ejemplar que desempeña un servicio de gran significación. Tanto entonces como ahora, soledad e incomunicación son el germen de actitudes que pueden desembocar en un final indeseable, pero algo ha cambiado: hoy tiende a perderse el sentido de barrio que antaño amparaba a los vecinos prestando un apoyo tan oportuno como decisivo. Aunque puede parecer una triste paradoja, en la transición del fijo al móvil, aislamiento e incomunicación han crecido, pues ahora insolidaridad, egocentrismo e individualismo tienen mayor presencia. Por ello, más que nunca, el Teléfono de la esperanza desempeña una función vital e insustituible.

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