Opinión | EDITORIAL

Una ley a la zaga de las redes

El Consejo de Ministros ha iniciado la andadura de la ley de protección de los menores en entornos digitales, en forma de anteproyecto que aún debe ser sometido a consulta pública antes de iniciar su tramitación parlamentaria. La ley integral de protección de la infancia de 2021 ya preveía la necesidad de proveer de entornos seguros a los menores en la esfera digital. La evolución continua en este ámbito obliga a actualizar permanentemente el catálogo de acciones que merecen ser abordadas penalmente: el anteproyecto redactado por cuatro ministerios introduce nuevas casuísticas que deberían ser perseguidas (el uso sexual de imágenes infantiles a través de los deep fake, el grooming, o uso de falsas identidades para abordar a menores en la red o la difusión directa de porno a menores) y nuevas medidas precautorias, como las órdenes de alejamiento virtual. Son acciones necesarias, aunque debemos ser conscientes de que quizá cuando entren en vigor habrán surgido otros fenómenos o estrategias que escapen a cualquier control.

El anteproyecto, más allá de la protección del menor ante conductas abusivas, también pretende dar una respuesta a la creciente inquietud sobre la dependencia de los menores a las pantallas, por la vía de la educación digital y de la implementación de medidas de control parental. La primera de estas estrategias es la que puede abordar la raíz del conflicto entre las potencialidades infinitas que ofrecen las nuevas tecnologías en materia de acceso al conocimiento, conexión social, entretenimiento y creatividad, y los riesgos de consumo adictivo, erosión de la capacidad de concentración y nuevas formas de presión social, desinformación o radicalización. Tanto en un caso como en otro, formas potenciadas exponencialmente de actividades, acciones y actitudes ya existente en el mundo presencial. La alfabetización mediática, con todo, no es algo que pueda regularse por ley, y menos desde la Administración, que solo tiene competencias muy genéricas en el campo de la educación.

En cuanto a los mecanismos de control parental que promete el redactado inicial de la futura normativa, esta presenta más de un flanco débil. De entrada, son los padres (o muchos de ellos) los primeros responsables de haber dado acceso a estas tecnologías en edad demasiado temprana, sin controles suficientes o sin orientación alguna sobre su uso. Esperar que dar nuevos medios sirva para que los utilicen para ejercer un control responsable es mucho esperar. Sobre todo si estos medios no están desarrollados: confiar en la capacidad de una Administración que no ha sido capaz de crear un sistema de certificados digitales ágil es por lo menos aventurado. No menos que contar con la colaboración de los mismos fabricantes de dispositivos e impulsores de plataformas digitales que han diseñado sus productos con una intención clara de captación de la atención y que quedan fuera del control nacional (e incluso del europeo, si como sería aconsejable la normativa ahora en debate tuviera un alcance supranacional). Sí sería posible, con todo, un control efectivo de la identidad personal de cada usuario digital, y de a qué servicios accede. Pero eso abre unas posibilidades de acceso a la intimidad que, como se puede ver en la discutida normativa europea en tramitación sobre la persecución del abuso infantil en las redes, está lleno de potenciales peligros.

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