Leía hace unos días que la Unesco ha aceptado la candidatura, presentada conjuntamente por diferentes países, para que el transporte fluvial de la madera, nuestras navatas, puedan ser consideradas Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Me pareció una buena noticia.

Ya sé que puede parecer insignificante frente a otros titulares que anuncian cohetes para pasar unos minutos en el espacio, o aquellos otros que buscan impresionar con algoritmos de rabia y desesperación que nos atropellan a diario y nos sumergen en un caos constante. Por eso pensé que era una buena noticia, porque era algo que tenía que ver con la vida, con el agua y con el ritmo de la naturaleza, tan salvaje como hermosa.

Las navatas eran utilizadas para bajar los troncos desde las zonas boscosas de nuestro país hasta los puertos a través de los caudales de los ríos aprovechando, generalmente, los deshielos, así que esa imagen del hombre apaciguando las aguas para llegar al mar se quedó tatuada en mi memoria desde hace ya muchos años.

Se trata del hombre y la naturaleza y solo ellos y sin agresión, muy al contrario: ambos contribuyendo, entendiéndose y defendiéndose. Sé que esta práctica dejó de usarse en la década de los cuarenta del pasado siglo XX y de aquel arduo trabajo perduran los descensos de las navatas por diferentes ríos de España como espectáculo y para que no olvidemos nuestra alianza con la naturaleza, algo que sin embargo hemos aprendido a despreciar y sobre la que escupimos fieramente y sin escrúpulos.

La primera vez que vi uno de esos descensos fue en el río Cinca, iba con mis padres, corría un año de los noventa del pasado siglo y ver cómo avanzaban las navatas por las aguas cantarinas del río me impresionó y disfruté, todo al tiempo. Recuerdo que aquel día mi padre me contó que su amor hacia las navatas, siempre rebeldes, ágiles y hermosas, a veces se tornaba en lágrimas cuando recordaba cómo un compañero suyo se hundió en las aguas del Ebro mientras jugaban, siendo niños de apenas nueve años, a saltar de navata en navata como quien persigue el triunfo y alcanza la rebeldía de la libertad.

Mientras hablaba, el río golpeaba sus palabras, pero recuerdo su voz de increíble suavidad, que intimidaba y se amoldaba a mi piel y sobre todo recuerdo sus ojos acuosos en los que se reflejaba la fuerza del hombre en su lucha leal para domar las aguas.

Las aguas siguen golpeando las palabras y los recuerdos y son como escamas perennes que nos explican la razón de nuestra existencia, cuando éramos fieles amigos y construíamos nuestros sueños en la verdad apacible de sabernos los unos en manos de los otros.