Cuentos de Navidad

Carolina González

Carolina González

Cómo nos gusta que nos cuenten cuentos. De Navidad y de lo que haga falta. Nacemos ya envueltos en relatos fantásticos. El Ratoncito Pérez, Papá Noel, los Reyes Magos… estos son los más mágicos de todos. Luego están los de todos los días, más mundanos, menos fascinantes, pero que en realidad son los que nos mantienen ilusionados y atentos cada noche. Grandes clásicos intergeneracionales como Caperucita Roja, Pulgarcito o Hansel, Peter Pan, Pinocho... y otros tantos de cientos de títulos desconocidos que nos descubren, a pequeños y mayores, que la imaginación no tiene límites.

Habría que añadir otro género en sí mismo que trae de cabeza a madres y padres de todo el planeta porque la capacidad que tienen los críos de asombrarnos es infinita. La de los cuentos inventados. Yo confieso que eran los que más me gustaban. Resultaban nuevos de principio a fin, en alguna ocasión eran argumentos que te sonaban de la vida cotidiana y siempre sabías que acabarían bien. Eso era lo mejor de todo, por lo menos los que me contaban a mí. Los personajes podían pasar penurias, verse en numerosas situaciones de peligro, pero las sorteaban todas. La moraleja siempre era la misma: menuda aventura buena.

No crean que me acuerdo de todos. Era una cría, como todos los niños y las niñas a los que nos sacan a la fuerza las ganas de dormir. Más que de las historias recuerdo las sensaciones que despertaban en mí. Imaginarme cómo los protagonistas corrían por un bosque mientras eran perseguidos por algún ser maligno, huían de algún caldero hirviendo donde querían cocinarlos o sentir pena cuando los encerraban en alguna mazmorra. Al final, ya saben, siempre encontraban la salida. Y yo con ellos.

Ojalá de mayores siguieran contándonos cuentos de aquellos. De esos que sabes que acabarán bien. Ya no solo por la historia sino por la parafernalia que montaban los narradores. Después de cenar, a la habitación a elegir libro y sino pedir que tiraran de inventiva aunque no supiéramos todavía ni lo que significaba. Apretarse en la cama de 90, taparse bien no fuera que cogiéramos frío y a abrir bien los ojos y las orejas para no perder detalle. Con el paso de los años he entendido que tan impresionante es para el niño como para el adulto. Esos momentos de oscuridad, susurros e historias son irrepetibles, a pesar de que la ceremonia se repita cada noche. Cada una es distinta a la anterior, la inocencia permanece intacta semana tras semana y el ambiente en cada narración es único. Solo hay amor, sinceridad y sencillez. Qué bien nos iría si no los perdiéramos al hacernos mayores.

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