Faltaban 23 minutos más el descuento cuando De la Fuente Ramos mandó a la ducha a Orozko por una peligrosa entrada con los tacos por delante sobre Vada. El partido se le ponía bien a un Zaragoza que, hasta entonces, no estaba cómodo bajo el diluvio que arreció sobre Lezama en la segunda parte. Pero la superioridad numérica otorgaba al equipo aragonés una inmejorable ocasión para lanzarse a la yugular de una presa a la que no le quedaba más remedio que pertrecharse atrás y defender el punto con uñas y dientes. 

Diez minutos tardó JIM en mover ficha desde el banquillo a pesar de que la nueva fisonomía del partido llamaba a tomar decisiones cuanto antes. Ante un adversario en inferioridad numérica, la lógica advierte de la necesidad y la obligación de potenciar las llegadas por los costados. Se trata de dotar de una mayor profundidad al equipo a través de dos contra uno en banda y la incorporación de la segunda línea a la caza de esos centros desde los flancos para abrir la nutrida línea de un rival que, además, jugó con cinco atrás durante todo el choque. Pero JIM eligió todo lo contrario. Los cinco cambios que introdujo a partir de entonces fueron jugadores por dentro, nada de extremos o efectivos por fuera. De hecho, sacó del campo a los dos futbolistas que hasta entonces estaban ocupando las dos bandas, casi siempre a pie cambiado, para apostar por un mediocentro, Eguaras, y un atacante, Narváez, con el objetivo de potenciar, en cambio, el juego por dentro y las llegadas a través de combinaciones entre la férrea línea defensiva de un Amorebieta encantado de la vida. Y, claro, la extraña orden no funcionó. De hecho, dio la impresión de que la decisión también extrañó a los propios jugadores, incapaces de interpretar lo que el técnico quería transmitir. 

Cinco minutos después, cuando restaban diez para la conclusión, JIM tampoco eligió extremos o profundidad, lo que bien podría advertir su escasa confianza en lo que pueda darle Yanis. El entrenador, en cambio, prefirió el cambio de cromos de Azón por un agotado Álvaro y la capacidad de llegada de Adrián, otro efectivo por dentro para perseguir aperturas hacia los laterales, para los que quedaba la profundidad en exclusiva.

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El Zaragoza echó esa media hora a la basura. Ni una llegada peligrosa, ni un acercamiento con cierta amenaza. Evidentemente, ni una sola jugada por banda. Ni un solo disparo a puerta. La impotencia se fue tornando en desesperación conforme se acercaba el final del partido. Y las prisas fueron metiendo al equipo cada vez más en la trampa preparada por un Amorebieta a la que el oponente nunca incomodó. De hecho, el conjunto vasco siempre estuvo más a gusto y sacó de quicio a un adversario que se perdió entre protestas al árbitro y quejas por la simulación de faltas de los vizcaínos. De fútbol, nada. El Amorebieta había ganado el pulso.

El recital de impotencia del Zaragoza le privó de una inmejorable ocasión para resarcirse de la derrota ante el Leganés y de dar un paso de gigante en ese desafío de subir tan alto como sea posible. Ni las órdenes de JIM parecieron las mejores ni la interpretación y ejecución de sus futbolistas fueron las adecuadas. Pero, al menos, el Zaragoza sigue sumando fuera de casa, donde es el segundo mejor equipo en la historia del club. Claro que quizá por eso duele más no haber ganado un partido que se puso tan de cara.