Juan Alberto Belloch: "Mi propio Gobierno me espiaba a través de los servicios de inteligencia"

EL PERIÓDICO ofrece en exclusiva tres pasajes de las memorias de Juan Alberto Belloch, 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente'

Juan Alberto Belloch junto a Felipe González.

Juan Alberto Belloch junto a Felipe González. / IMAGEN CEDIDA POR EL AUTOR

El Periódico de Aragón

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Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente es el título de las memorias del exministro y exalcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, publicado por la editorial Plaza & Janés, y que sale a la venta el próximo día 22. Columnista de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, repasa sus vivencias en diferentes pasajes de la historia de la democracia. Fue uno de los hombres más poderosos de la España de los noventa y resume sus memorias con una frase: «Este libro no es más que la historia de un juez que quiso ser político y de un político que quiso actuar como si en todo momento siguiera siendo juez».

En las 424 páginas del libro, que se presenta el día 27, Belloch narra los más relevante de su carrera y confiesa que fue "espiado" por su "propio Gobierno". EL PERIÓDICO DE ARAGÓN adelanta el pasaje en el que lo cuenta: Biministro de Justicia el Interior. Este adelanto se completa con dos pasajes más en exclusiva: De nuevo en España: últimos coletazos del franquismo y Aterriza en Zaragoza.

Portada de el libro de 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente ' de Belloch.

Portada de el libro de 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente ' de Belloch. / EL PERIÓDICO

Biministro de Justicia e Interior

Ser ministro del Interior, con la dureza extrema que producen las tensiones inherentes al cargo, tiene costes no solo políticos, sino también personales y familiares, y mi caso no fue una excepción. Según me comunicaban con cierta frecuencia los servicios de información e inteligencia de la Policía Nacional, la Guardia Civil y del Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), recibí numerosas amenazas creíbles, fui objeto de diversos seguimientos y hasta de actos concretos de preparación de atentados. Hasta ahí, todo normal. Les había sucedido a todos mis antecesores sin excepción. Creo que no había nada especialmente peligroso en mi situación, dado que el sistema de protección del ministro que existía entonces, y que supongo continuará, era de tal precisión y eficacia que prácticamente hacía casi imposible que prosperara cualquier intento serio de atentado.

En mis memorias merecen una reseña los problemas de seguridad que podían sufrir los familiares del ministro, aunque se creía entonces que ETA no daría el paso de atentar contra ellos. En medio de ese clima, las cosas cambiaron cuando tuvimos noticias de seguimientos a mi entonces esposa María Teresa y a mi hijo Damián. Los servicios de información aconsejaron abandonar el domicilio particular en el que vivíamos hasta entonces, en pleno centro de Madrid.

Desde el punto de vista de la seguridad, era un dato negativo que la mencionada casa de Cervantes fuera visitada por muchos turistas y curiosos, pues era raro el día en que no estuvieran observando la fachada. Además, el portal era de salida única, en una estrecha calle, hasta el punto de que resultaba prácticamente imposible aparcar. Así que aceptamos abandonar nuestra casa e instalarnos en una especie de piso clandestino que puso a nuestra disposición el CESID y que se utilizaba para casos similares al mío. Me voy a abstener de apuntar su dirección porque, quién sabe, cabe la posibilidad de que esta vivienda siga prestando hoy los mismos servicios. Se trataba de un piso amplio, ubicado en una zona residencial que disponía de servicios comunes de calidad, entre otros, una piscina climatizada de la que disfrutaba a la vuelta del ministerio, las noches en las que el trabajo, si este era especialmente desagradable o complicado, me lo permitía.

Imagen incluida en el libro 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente'

Imagen incluida en el libro 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente' / SERVICIO ESPECIAL

Además, la vivienda contaba con un eficaz trabajo doméstico llevado a cabo por una señora de mediana edad, educada y cordial, a la que supongo ya jubilada. Cuando era preciso, sobre todo en las cenas de trabajo, hacía las veces también de cocinera. En un momento determinado, cuando las relaciones se habían convertido en amistosas, admitió veladamente que era una agente encubierta del CESID y que estaba obligada a transmitir a sus superiores todo lo que pudiera averiguar en esa casa. Muy preocupada, por no saber qué hacer, me pidió que la aconsejara en este conflicto de lealtades, entre el servicio de inteligencia, por un lado, y un ministro del Gobierno, por otro. Sentía que, hiciera lo que hiciera, estaría incumpliendo con sus deberes.

La verdad, ligeramente molesto por el hecho de que mi propio Gobierno me espiara a través de los servicios de inteligencia, y sabiendo que era inútil dirigirse al vicepresidente o al ministro correspondiente (el de Defensa), pues lo más probable es que tampoco tuvieran conocimiento del hecho, opté por aconsejarle que no hiciera absolutamente nada salvo comunicarme cualquier dato que hubiera conocido en el curso de su trabajo. En definitiva, le propuse que hiciera de espía doble. Periódicamente, sentados en un confortable sofá del salón principal de la casa, intercambiábamos recíprocamente incidencias del día e información. Yo le decía lo que debía informar sobre mí y sobre mi familia, y ella a cambio me contaba algunos chismes inofensivos sobre mí.

De nuevo en España: últimos coletazos del franquismo

A mi vuelta de París, encontré la facultad de Derecho de Barcelona en crisis de crecimiento. Llegaban los primeros aromas de la revolución de 1968, revolución que en España no pasó nunca de ser una «algarada universitaria», más o menos intensa, pero suficiente para poner nerviosas a las instituciones académicas y políticas.

Entre otras, recuerdo la ceremonia —no podría llamarla de otro modo— de la entrada policial en la facultad, un momento apreciado por los líderes estudiantiles por su vistosidad, pompa y circunstancia. Recuerdo también los múltiples y fracasados intentos de cortar la circulación, los encierros en el Colegio de Abogados protestando ante las anunciadas condenas a muerte del dictador, así como las carreras que provocaban la presencia de los impresionantes caballos de la policía. Inolvidables fueron también los porrazos con que nos obsequiaban los grises, uno de los cuales recayó en mi trasero con tal fuerza que, con la inercia de la carrera, volé literalmente por encima de varias sillas. Además, asistí emocionado a los conciertos de Raimon y, con menos entusiasmo, a los de otros cantautores. Y agradecí los aprobados generales en la mayor parte de las asignaturas, asumiendo sin alegría el lanzamiento de perras gordas a los profesores que no eran de nuestro agrado.

Mi historial represivo es, en verdad, poco heroico, pues se limitó a mi detención y encierro en la Jefatura Superior de Policía de Vía Layetana. En aquella ocasión, el inspector que me interrogaba, quizá porque sabía que mi padre era juez y bastante conocido, convirtió mis declaraciones en una sesión terapéutica que incluía bocadillo de calamares y cerveza. Más que preguntarme por los hechos que habían motivado mi detención, trató exhaustivamente de convencerme del error que cometía sirviendo de «compañero de viaje» a los comunistas. Tenía razón, como pude comprobar poco después.

Ciertamente, el inspector podía haberme enviado al Juzgado de Guardia con las subsiguientes consecuencias administrativas, incluso penales. En su lugar, este policía consiguió que me pusieran en libertad horas después de la detención, y que no fuera fichado. Desde aquí le doy las más sinceras gracias, pues me permitió parecer un héroe sin pagar coste alguno. 

Imagen de Juan Alberto Belloch incluida en su libro 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente'

Imagen de Juan Alberto Belloch incluida en su libro 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente' / FOTOS DEL LIBRO DE LAS MEMORIAS DE BELLOCH

Por entonces, con diecinueve años, yo seguía las indicaciones de mi jefe político, militante del Partido Comunista de España (PCE), Leopoldo Espuny. Aragonés de Gallur, era un histórico abogado de Comisiones Obreras (CCOO) y líder del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC). Alguna vez le vi corriendo delante de los grises, dotado de una agilidad tan envidiable que siempre lograba escapar saltando por cualquier ventana.

Recuerdo los hechos ocurridos entre el segundo y el tercer año en la facultad envueltos en una vaga neblina de satisfacción. Mi posición era airosa, me sentía bien en mi papel de luchador antifranquista. De aquella época solo me queda un recuerdo desagradable y que determinó el principio de mi alejamiento del PSUC. El incidente tuvo lugar durante un encierro en el Colegio de Abogados para protestar por una condena a pena de muerte y para solicitar que se dejara sin efecto su ejecución. El encierro estaba siendo un éxito por la cantidad y la calidad de los apoyos recibidos, cuando otro de los jefes que no era Espuny entró en el despacho en el que teníamos instalado nuestro cuartel general. Abatido y pálido, con voz apenas audible nos dijo: «Han conmutado la pena de muerte». Aquel hombre se lamentaba de la suspensión de la condena, pues eso significaba la desmovilización del operativo puesto en marcha, olvidando de manera imperdonable la vida humana que estaba en juego. En ese momento tendría que haber aprendido y adoptado, como hice mucho más tarde, las medidas coherentes contra tan indigna falta de humanidad.

Aterriza en Zaragoza

Regresamos al trabajo, ya recuperado el ritmo habitual, y llegó el momento de hacer las listas electorales. El partido me apoyaba para seguir encabezando la del Ayuntamiento de Zaragoza, pero la composición de la lista fue, de nuevo, muy problemática. Para volver a encabezarla se me exigía como condición inapelable que «ninguna de las personas de mi confianza estuviera en ella». Los reuní en casa y analizamos este impedimento. Si se lograba la alcaldía, estaríamos en condiciones de reconducir la situación, y así lo acordamos. Fernando Gimeno asumió la jefatura de mi gabinete, Paco Catalá fue a parar a las listas de las Cortes de Aragón y Jerónimo Blasco aceptó la gerencia del Consorcio de la candidatura de la Expo.

La lucha orgánica con los barones locales del partido fue constante en aquellos años. La pugna con Carlos Pérez por ser alcalde marcó mi época en el ayuntamiento, y tal fue su empeño en que no repitiera, que utilizó su mayor implantación en las agrupaciones del PSOE para intentar lograrlo, lo que nos obligó a dedicar algún tiempo —no demasiado— a las pequeñas y engorrosas luchas intestinas.

Las primarias, no solo en Aragón sino en toda España, reflejaban más que una cuestión ideológica (democracia interna y apertura a la sociedad), una cuestión de poder orgánico. Todos sabíamos que las bases de los partidos tienen, en la mayoría de los casos, una mala opinión de sus jefes. De hecho, la peor recomendación que puede tener un candidato aspirante a cualquier cargo público es que sea identificado con «el candidato del aparato».

Siempre gana la candidatura renovadora, salvo casos excepcionales, y quien aspire a ganar no tiene otro remedio que apuntarse, aunque sea corriendo, a la renovación. Ser jefe de lo que sea hoy resulta muy gravoso e incómodo. Ya no vale el reservado en el restaurante con los cuatro jefes tribales reunidos en una mesa para decidir quiénes tienen derecho a intentar ganar y quiénes no lo tienen. En mi caso, debo a las primarias el haber podido participar en la política municipal.

En su mayoría, los jefes orgánicos de Zaragoza no eran partidarios de que yo continuase haciendo política en activo por muchas razones; entre ellas, que mi equipo y yo representábamos un duro tapón difícil de extraer que limitaba la progresión y el ascenso de otros aspirantes, empezando por quienes deseaban ardientemente ser alcaldes. En estas circunstancias era evidente que mis posibilidades de ser candidato se cifraban únicamente en las primarias. Logrado ese objetivo, nuestra victoria no era problemática, pues representábamos la renovación. De esta forma, ganamos por casi veinte puntos de diferencia al otro rival.

Imagen incluida en el libro 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente' de Juan Alberto Belloch.

Imagen incluida en el libro 'Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y político independiente' de Juan Alberto Belloch. / SERVICIO ESPECIAL

La campaña de 2003 necesitó de toda mi implicación, a pesar de una dolorida espalda que jamás ha dejado de recordarme su presencia. Actos sectoriales presentando iniciativas y visitas a todos los barrios de la ciudad fueron de nuevo una constante. Mi entusiasta mujer me acompañó a casi todos, y resultó ser un verdadero activo electoral dada su popularidad; tanto fue así, que a veces daba la impresión de que venían más por ella que por mí. Creo que también ayudaba el morbo de ver juntos a un juez y alcalde socialista con una periodista y pianista muy conocida, pues acababa de dejar la dirección de La Tarde de la COPE, un espacio de radio que contaba con el capital de haber disfrutado de una gran audiencia, para trasladarse a Zaragoza. Los militantes y simpatizantes socialistas nos veían con una mezcla de cariño y curiosidad. No éramos una pareja convencional.

En esta segunda ocasión en que me presentaba a las elecciones municipales ganamos de nuevo, pero esta vez sí íbamos a gobernar. Habíamos conseguido recuperar gran parte de la confianza de los zaragozanos después de la gran caída de votos que sufrió el PSOE tras el periodo de Triviño en la alcaldía, quien dilapidó la magnífica herencia del primer alcalde socialista de la democracia, Ramón Sainz de Varanda. Tan solo la grave enfermedad que acabó con su vida en 1986 lo apartó de sus obligaciones.

Conseguimos la alcaldía gracias a que nuestros votos dieron para doce concejales, más los dos del Partido Aragonés Regionalista; la Chunta Aragonesista, un partido de izquierdas, consiguió seis concejales. Como entonces era un convencido de la eficacia de un gobierno plural, propuse a la CHA y al PAR formar un gobierno municipal a tres, pero la CHA se abstuvo, negándose sus dirigentes a gobernar junto al PAR. Sin embargo, una vez iniciado el nuevo mandato, aceptaron integrarse.

Quizá el dato más relevante de ese primer gobierno municipal sea que las competencias de Urbanismo las asumiera Antonio Gaspar, de la Chunta, precisamente para evitar las críticas de sus militantes ante tan controvertida concejalía. En el pasado, los responsables socialistas en este ámbito no siempre habían tenido una actuación ejemplar, y yo confiaba plenamente en la honradez y la eficacia de Antonio en esta materia tan espinosa. Lo que no evitó esta decisión fue la reacción negativa de la derecha empresarial y mediática. 

Con Gimeno desde el gabinete de la alcaldía encajamos todas las piezas para un gobierno municipal construido sobre la base del eje PSOE-CHA y el apoyo del PAR, que tuvo siempre un comportamiento intachable en las delegaciones que asumió con Manuel Blasco al frente.

En las 424 páginas del libro, que se presenta el día 27, Belloch narra los más relevante de su carrera. Recuerda que creció en un ambiente en el que el derecho –y también la política– se respiraban a todas horas, y por ese motivo ambas pasiones contagiaron a un joven Belloch, que vivió el mayo francés en las calles de París y que regresó a España a preparar las oposiciones a judicatura. Vivió en sus carnes la transformación de una España en blanco y negro a una en color. Formó parte de Justicia Democrática, la primera asociación clandestina de jueces, fiscales y secretarios bajo el franquismo, y más tarde fue miembro fundacional, junto con destacadas personalidades como Manuela Carmena, de Jueces para la Democracia, la agrupación progresista de la carrera judicial.

Hacia 1993, ya convertido en uno de los jueces más prestigiosos, recibió la llamada de Felipe González, que le confió la cartera de Justicia y dos importantes mandatos: el nuevo Código Penal y la puesta en marcha de la Ley del Jurado. En 1994, tras la dimisión del ministro de Interior Antoni Asunción como consecuencia de la rocambolesca fuga de Luis Roldán hizo que Belloch sumara una segunda cartera ministerial, y pasó a ser un superministro de Justicia e Interior. Define aquellos años como «los más dolorosos» de su existencia, solo equiparables a la muerte de su hija Amanda Clara.

Bajo su mandato, se detuvo y enjuició a Luis Roldán, algo que califica como uno de los mayores éxitos de su carrera. También rememora la derrota electoral del PSOE en 1996, cuando solicitó formalmente su ingreso en el partido. Tras la caída socialista, emprendió su último gran viaje político en Zaragoza, donde logró hacerse con la alcaldía. Después de doce años dedicado a la política municipal, volvió a vestir la toga con plaza en la Audiencia Provincial de Zaragoza y se jubiló en la primavera de 2022.

Explica que en sus tiempos de militancia política «nunca he situado al partido por encima de mis valores y principios. En muchas ocasiones, quizás demasiadas, he sido un verso suelto y bastante incómodo, por cierto».