Atal punto ha llegado la aversión que la afición siente por el propietario del Real Zaragoza que una buena parte de seguidores acudirá hoy a La Romareda antes del encuentro frente al Atlético de Madrid (21.00 horas) tan preparada para mostrar su desprecio por Agapito Iglesias como para dar el último impulso a su equipo en este eterno combate por la permanencia, que no es lo mismo que la salvación, se entiende. En aquella se trata de seguir en Primera, en ésta de liberarse del propietario, protagonista absoluto otra vez. Hay cierta división por ahí, en la radicalidad. Se barrunta una jornada dura, de sentimientos encontrados, un impacto brusco tras esta temporada de calma en la que los reproches han sido más virtuales que verbales.

La gente, tan callada todo el año, tan noble en su apoyo, al final se ha decido a elevar el tono. Jiménez, Molinos, los jugadores y demás interesados han jugado fuera del césped en su provecho durante meses, mientras a los zaragocistas de bien se les censuraba desde distintos foros por ejercer esa crítica que toda la vida ha sido tan natural cuando las cosas funcionan mal. Al menos hoy los reproches seguirán un orden natural.

La verdadera guerra del zaragocismo, que se retoma tras esta extraña tregua temporal y se pretende hacer en voz muy alta pero sin violencia, con las armas que otorga el corazón, la razón, el amor limpio, comenzará frente a las oficinas del club a las siete y media de la tarde con una concentración de protesta. Se entiende en muchas partes que la batalla menor hoy en día es salvar la categoría, una situación en la que el Zaragoza no se debería encontrar nunca, o casi nunca, pero que se ha convertido en lugar común para este equipo desde que Agapito tomó las riendas del club.

Mal fue con Víctor Fernández y Manolo Villanova, con Marcelino o con Gay, con Aguirre. También con Jiménez, claro, que comenzó diciendo verdades como puños pero hace tiempo que dejó de ser ese admirado andaluz al que se le permitió bailar una jota en la mismísima plaza del Pilar. Es el principal culpable esta vez, como bien reconoció ayer, de haber puesto al Zaragoza en la peor situación de los últimos años. Llega a la estación final con solo 34 puntos, una cifra enana, muy inferior a la de los últimos milagros y, además, dependiendo del acierto gallego.

La alineación es casi irrelevante para recibir a un Atlético que anda de vacaciones y pachangas desde que le levantó el título de Copa al Real Madrid. Gabi, capitán allá y excapitán aquí, no viene. Ni Godín, Filipe Luis, Mario Suárez y Falcao, ya monegasco. Enfrente jugarán más o menos los de siempre, a excepción del portero Roberto, que tiene una herida, y de Sapunaru, que decidirá hoy. A estas alturas, la verdad, poco importa quién defienda la camiseta del Zaragoza. Hace meses que el nivel del equipo se mantiene en una línea deficiente, independientemente de los elegidos. Los futbolistas, por cierto, también serán hoy juzgados. Ese plebiscito tiene a más de uno turbado, con el canguelo propio del qué pasará.

De momento, lo que pasa es que el Zaragoza necesita medio milagro: que no ganen el Celta y el Depor ante el Espanyol y la Real Sociedad, respectivamente, y que sea capaz de liquidar al Atlético de Madrid. Por muy estival que llegue a La Romareda el conjunto de Simeone, el problema está enfrente, en la incapacidad habitual del equipo aragonés para generar fútbol, si quiera para dominar cuatro términos de cualquier partido.

Queda una posibilidad casi imposible, de milagro y medio. Se trataría de empatar y que los rivales pierdan --el Mallorca podría hasta igualar--. Sea como sea, en las gradas se esperan pañuelos, agapitadas y una tremenda bronca final. Aunque nadie es capaz de adivinar cómo responderá el coliseo aragonés, una cosa es la cruzada y otra bien diferente la victoria.