LAS BUENAS INTENCIONES

AUTORA Amity Gaige

EDITORIAL Salamandra

PÁGINAS 288

Ocurre a veces que la primera persona del singular pone sobre la mesa el pacto de verosimilitud que sustenta un texto de una manera tan, digamos, extrovertida, sin falsos pudores, que es imposible que resulte implausible. Examinemos Las buenas intenciones, la tercera novela de Amity Gaige, escrita en forma de confesión del protagonista a su exesposa desde la cárcel, acusado del secuestro de su hija tras lo que parece una larga batalla por la custodia compartida.

IDENTIDAD FALSA ¿Esa es la voz --literaria, pulcra-- de un agente inmobiliario? ¿Se puede vivir con una identidad falsa durante 20 años? ¿Es el estilo de Gaige creíble en boca de un personaje como Erik Schroder, también conocido como Eric Kennedy? Lo es en la medida en que descubrimos que el tema de la novela es la mentira como molde de la identidad. Si Schroder es un mentiroso compulsivo, su discurso debe hacerle justicia. El lector tiene que desconfiar de todo lo que pronuncian sus labios, por eso la prosa de Gaige puede permitirse el lujo de sembrar la sombra de la duda y trabajar sobre la ambigüedad de un cobarde, pero entrañable, antihéroe.

El indudable atractivo de Las buenas intenciones es la meticulosa construcción de Eric, que escapó de Alemania del Este con su adusto padre a los nueve años, que eligió su nuevo apellido robándoselo a "un chico de barrio, un irlandés perseguido, un semidiós", que aprovechó su facilidad para los idiomas para esconder su acento, y que se convirtió en la persona que decía ser en un país en el que la imagen, la apariencia y el poder de seducción, lo son todo. Si Eric Schroder no existiera, habría que inventarlo, porque por mucho que meta la pata, lo hace por amor paternofilial. La relación con su hija Meadow es realmente conmovedora: a ratos parece que estemos leyendo una versión melodramática de Luna de papel, y que esta niña de seis años, que puede empezar sus frases con un adverbio acabado en "mente" y que confía ciegamente en las mentiras de su progenitor, sea una proyección de las fantasías de un hombre desesperado, que tiene más de un asunto pendiente con su propio padre, adusto y lacónico como un exagente de la Stasi.

Las buenas intenciones no es una novela redonda. El personaje de Laura, la ex de Eric, está en exceso desdibujado, y aunque es obvio que se trata de una decisión premeditada mantenerlo fuera de campo, no ayuda a entender la intensidad de su relación de pareja, por mucho que la percepción hiperbólica del narrador la borde a su medida. Las muy intermitentes notas al pie que trufan el relato de Eric se antojan irrelevantes, puros añadidos manieristas. Lo que no quita fuerza a la confesión redactada por el protagonista durante un voto de silencio entre rejas: Las buenas intenciones podría ser un Kramer vs. Kramer del siglo XXI, pero su matizado sentimentalismo siempre está justificado por la empatía que la prosa de Gaige sabe crear con la vulnerabilidad de su protagonista.