Desde que en un ya lejano 2008 se abrió una crisis económica y financiera a escala global, se extendió en nuestro entorno la ideología de la austeridad como el único instrumento de política económica fiscal posible para reconducir las economías europeas a una situación presentada como de crecimiento y bienestar para la ciudadanía. Todos los esfuerzos políticos fueron en esa dirección, fuera cual fuera su color. El pensamiento único hegemónico quedó mucho más extendido y afianzado de lo que ya lo estaba antes, aunque no sin la oposición de alternativas construidas desde la base de la sociedad.

Pero esa imagen de vuelta al crecimiento y bienestar está muy alejada de las realidades cotidianas de millones de personas.

Durante estos años hemos observado cómo también parecían entrar en crisis los logros obtenidos desde los ya lejanos movimientos de la Plataforma del 0,7%, en 1994. Y no me refiero a que los montos de recursos de la Ayuda Oficial al Desarrollo, que nunca alcanzó ese 0,7%, se redujeran con una caída del 70% desde el 2009, según Oxfam. O a que las oenegés los proyectos de desarrollo de las oenegés cayeran en un 55%, su base social disminuyera en un 8%, o que desaparecieran 28 organizaciones.

Me refiero a que apreciamos cómo surgía en ciertos sectores de la sociedad una posición contraria a los valores de solidaridad internacional que con tanta dificultad habíamos ido construyendo con acciones de sensibilización y educación al desarrollo, nuestros proyectos de cooperación y acciones de emergencia humanitaria. Financiadas y apoyadas, sí, con fondos públicos en gran medida, pero también con las aportaciones de iniciativas privadas personales o institucionales.

En este sentido, Xose María Torres, farmacéutico comunitario y miembro de Farmamundi, aseguraba este febrero en los medios de comunicación gallegos que «es un tópico asentado en ciertos sectores de la sociedad el mirar con desconfianza a la actividad de las oenegés», tanto «del lado ultraconservador como de la extrema izquierda».

Y ello a pesar de datos objetivos como los de la participación social privada mediante donaciones a las oenegés, que se ha incrementado en un 30% justo entre los años 2013 y 2015, los de mayor descenso de la financiación pública. Y pese a que las oenegés han logrado congregar el compromiso de 2,4 millones de personas en nuestro país, y elevar la colaboración de voluntarios en un 7,5%.

Sin duda, que intereses poco desvelados, sustentados por campañas de desinformación como las que se produjeron durante los años iniciales de la crisis -¿recordamos Los españoles primero?- y reforzados por políticas de exclusión en el ámbito de la salud o la educación de importantes colectivos, han contribuido a fomentar ese tópico y a generar posiciones opuestas a la dedicación de recursos públicos y privados a la solidaridad con los más desfavorecidos de nuestro mundo.

Las acciones de educación para el desarrollo y sensibilización que realizamos las oenegés de desarrollo son cruciales para desmontar esas concepciones y tópicos, y es por ello que uno de los aspectos que nos generan mayor incertidumbre es conocer en qué medida nuestros esfuerzos y la dedicación de recursos -públicos o privados-, tienen un impacto entre los colectivos a los que nos dirigimos y sobre los que incidimos.