El mismo año, 1948, que la ONU adoptaba la Declaración Universal de Derechos Humanos, se iniciaba en Suráfrica un proceso legislativo basado en el racismo, en la doctrina asentada sobre el principio de que los pueblos sólo pueden alcanzar su pleno desarrollo en el aislamiento, libres de relación con otros, de su posible influencia y de la consiguiente contaminación. Una tras otra, se fueron aprobando leyes acordes al principio del apartheid (en afrikaans: estado, heid , de separación, apart ), que pretendían regular todos los aspectos de la vida, tanto pública como privada, de los ciudadanos en base al grupo racial asignado a cada uno por el Estado y privilegiando a los blancos.

De acuerdo con la teoría, se buscó reglamentar la clasificación racial; el grado de participación política de cada raza; los servicios religiosos a los que podía asistir cada uno; dónde tenía que vivir, con quién le estaba permitido casarse, con quién podía relacionarse y a quién podía ver; qué podía leer; a qué restaurante, cine, playa, pueblo o lugar podía ir; qué transporte podía utilizar; a qué puestos de trabajo podía acceder y qué bienes podía poseer...

Pero a la teoría se contraponía la realidad de un país cuya población era un combinado de profusos orígenes y culturas, en el que los africanos eran mayoría: san y khoikoi oriundos, descendientes de los emigrantes Nguni y Sotho llegados a la zona unos 300 años AC, de exploradores portugueses, de refugiados hugonotes holandeses y franceses, de esclavos angoleños y malayos, de conquistadores británicos, de forzados indios... que fueron arribando con el paso del tiempo.

Desde el principio, la promulgación de las leyes segregacionistas produjo un proceso antitético: cuanto más se esforzaba el legislador por redactar normas, que contemplasen todas las situaciones y ordenasen incluso las excepciones, creando así un complejo e intrincado entramado legal; cuanto mayor y más dura era la fuerza ejercida por el Estado para obligar a que se acatasen aquellas leyes, mayor, más amplia y más firme era la oposición.

Y fue la oposición continuada dentro y fuera del país --violenta, en unos casos, y no violenta, en otros-- de muchas personas e instituciones, de diversas culturas, procedencias y razas, la que finalmente acabó en 1994 con la legislación racista.

Once años después y a pesar de las reformas, aún son palpables las consecuencias de casi cinco décadas de discriminación: la pobreza sigue afectando a casi la mitad de la población y aunque no está restringida a ningún grupo racial, su incidencia es dispar: un 61% de los negros, un 38% de los mestizos; un 5% de los indios y un 1% de los blancos la padece.