Dio la impresión de que al Zaragoza le daba pavor que le ocurriese lo mismo que en Valencia, donde el Levante le hizo cuatro goles. Más aún, le pasó por encima enseñando a toda la categoría las debilidades del que para tantos es el coco, diga lo que diga el dinero. Es comprensible que, después de recibir siete goles en las dos primeras salidas de la temporada, al entrenador le diera por detenerse en aspectos defensivos, que cambiase el mensaje en el vestuario, que insistiese en la portería a cero. Consiguió casi todo, pero la idea se le quedó coja porque al otro lado no hubo nada. Perdón, casi nada. Una. Lanzarote imaginó un zurdazo de los suyos a la escuadra, pero Saja se lo negó. Fue todo el Zaragoza de ataque. Suficiente por un día.

Vale por un día porque se entiende que partidos así, tan feos como el de ayer, sin control de juego ni fórmulas de sobresalto al contraataque, acaban por condenar al más cicatero. El más tacaño ayer fue el equipo de Milla, que custodió a Casado en la banda izquierda con Javi Ros, muchas veces de lateral, y quiso dar oxígeno a Lanzarote en zonas de menor exigencia, sin tanto recorrido de vuelta. Son galones que le va dando el entrenador, porque así lo entiende, porque lo necesita. Por eso el zurdo cayó a cocinar las primeras jugadas cerca de su área, con cierto espesor y poca concordancia general. No está el equipo ajustado aún para probar pólvora nueva sin haber pasado por la probeta. Se le nota a Juan Muñoz, por ejemplo, tan demudado pese a mirarse en el espejo de siempre.

Fue cuando recuperó Lanzarote su espacio natural a la derecha, cuando entraron los cambios de Morán y Pombo, cuando tuvo dos ratos el balón, cuando se le intuyó al Zaragoza lo que habría querido antes. Era tarde, y solo para dar una idea. Se quedó en cero y debe darle valor. Al punto, no al juego. No le bastará en casi ningún campo, se entiende, salvo en tardes de aquellas de ventura. No le servirá tampoco en Soria, adonde tendrá que ir el domingo a intentar demostrar que la realidad mostrada ayer tiene más que ver con los recelos propios, con su inmadurez defensiva, que con la codicia. Por ahí sí salió ganador, doblemente si se entiende que en Tarragona, sobre todo, no quería perder.

Parecía un partido propicio para agigantarse en casa de un colista intenso pero simplón, perplejo por su incapacidad para sumar un triunfo cuando en su ciudad aún se sienten los fastos futbolísticos del final de temporada. Bien al contrario, si hubo diferencias, nimias, las puso el Nástic. Tuvo más el balón, tuvo más el dominio, tuvo más el control, tuvo las ocasiones más claras. Tuvo, sobre todo, un penalti. Lo paró Irureta. Por ahí va otra buena noticia para un Zaragoza que, por ahora, debe conformarse con celebrar un punto.