Opinión | el artículo del día

Todos los políticos no son iguales

Durante mis ocho años de diputado en el Congreso había días y días. Los había que no veías el momento de abandonar el Hemiciclo para liberarte de una sucesión de discursos sin alma, y otros que no te movías del escaño para no perderte ni ripio de lo que allí sucedía.

Con el paso de los años hemos visto de todo, pero llevamos unos meses, demasiados, en los que ver una sesión de control o cualquier debate en el pleno, produce rabia, impotencia, rechazo, o una suma de las tres. El ruido de las chabacanadas, la estridencia de los insultos, la furia de las agresiones verbales, el horror del matonismo... Todo menos debate político, que sí se produce en las reuniones de comisión, con menos participantes y sin las cámaras de televisión presentes.

Si preguntásemos, como hace el CIS, por los responsables de la crispación, seguro que más del 90% dirían que es culpa de la política, mejor dicho, de los políticos, seguidos a escasa distancia de los medios de comunicación. Sin matices, sin poner apellidos a unos y otros.

Se preguntaba Mario Vargas Llosa a tenor de la crisis permanente en que vive su país. ¿Cuándo se jodió el Perú? De la misma forma podemos preguntarnos nosotros ¿cuándo se jodió la convivencia política en España? Los hay que ven en la pérdida electoral del PP del 2004, tras los atentados del 11M, el origen de esta crispación. Cuando el aznarismo no asumió la autoría yihadista de aquella masacre y todavía ve aquellos acontecimientos como la causa de la primera derrota de Rajoy. Desde el primer día desacreditaron el gobierno de Zapatero, para a continuación restarle credibilidad y de ahí llamarle de forma permanente «ilegítimo». Desde entonces, y siempre que gobierna la izquierda, la derecha no ha dejado de crispar la política española. Por eso que hay políticos y partidos que tienen comportamientos muy diferentes tanto estando en la oposición como estando en el gobierno. Y es que no, no todos son iguales. Ante la apuesta del PP de propagar mentiras comprobables y sabotear la credibilidad de las instituciones, por la pura impaciencia de derribar cuanto antes al Gobierno, no se puede poner al mismo nivel todos los políticos, porque ni son iguales resolviendo las crisis derivadas de la corrupción, ni haciendo frente a las necesidades de los ciudadanos durante las crisis, ni en la virulencia del careo en los debates públicos. La izquierda, con sus notas discordantes, que también las tiene, no les llega en este caso ni a la altura de los zapatos.

Meter a todos en el mismo cesto, equipararles en la polarización, lo único que produce es desmovilizar a los sectores progresistas y aumentar la desafección ciudadana hacia los representantes públicos. Por ese camino vamos a una deformación de la democracia con un fondo populista para la que nadie conoce su final. Seguramente la debilidad de los partidos como canalizadores de los problemas de la sociedad y defensores de sus programas, unido al feroz individualismo que practicamos junto a unas redes que escupen «información» cada segundo, está haciendo que nos identifiquemos más con los líderes políticos que con los partidos a los que representan, de tal manera que lo que cuenta son sus personas, y ahí el cierre de filas se hace con ellos, porque es su personalidad la que nutre su base electoral.

En el momento más delicado de la política europea e internacional, con graves problemas nacionales enquistados y sin resolver. Ni el Congreso, ni el Senado debatirán sobre ello. La confrontación acabará impidiendo que los ciudadanos conozcamos qué opinan los diferentes grupos políticos sobre el rearme europeo, el aumento de presupuestos en defensa, la posición de la UE sobre la guerra en Gaza, las medidas ante la implantación de la Inteligencia Artificial, las reivindicaciones de los agricultores... ¿Se imaginan poder debatir sin tener que ir dando collejas a un partido u otro cada vez que toman la palabra?

Las instituciones necesitan tiempo para reflexionar y debatir, sin la tranquilidad de la vida pública no funcionan. Por eso la versión madrileña del trumpismo con sus dosis de victimismo ante la crítica, el negacionismo de los consensos más elementales, una gran habilidad para evitar el debate público con declaraciones altisonantes y las amenazas a los medios de comunicación que no les bailan el agua, son un peligro para el funcionamiento de la democracia en nuestro país.

Suscríbete para seguir leyendo