En la mañana del 9 de febrero de 1838, la tarraconense ciudad de Gandesa, limítrofe con Aragón, amanecía iluminada por el estallido de las bombas. El general Cabrera, al mando de la división carlista aragonesa, intensificaba el sitio contra la ciudad que resistía el ataque a duras penas. El 24 de febrero, y con la toma del enclave ya a su alcance, el Tigre del Maestrazgo ordenaba al coronel Juan Cabañero --natural de la localidad turolense de Urrea de Gaén-- que abandonase el sitio de Gandesa, al mando de tres batallones de Guías de Aragón y el de Lanceros de Tortosa, con órdenes reservadas que debía cumplimentar. Órdenes que no eran otras que las de sorprender Zaragoza.

De este modo, en la madrugada del mismo día en que capitulaba Gandesa (5 de marzo de 1838), las tropas aragonesas legitimistas (partidarias de Carlos Mª Isidro --Carlos VI-- como legítimo heredero al trono de España tras la muerte de su hermano Fernando VII, en 1833) escalaban los muros de Zaragoza por un punto cercano a la puerta del Carmen. La sorpresa había sido, aparentemente, absoluta. No obstante, unos disparos efectuados cerca de la puerta de Santa Engracia alertaron al jefe de la guardia del Principal, quien en seguida dio órdenes de que se tocase a generala. La reacción de los zaragozanos fue sorprendente, lanzándose en masa a la calle y luchando con denuedo contra los invasores de la ciudad. Los soldados carlistas solo pensaron en cómo salir con vida de la ciudad, ante una masa de ciudadanos enfurecida. Historiadores como Joaquín Ruiz Morales (autor del libro Historia de la Milicia Nacional, desde su creación a nuestros días, editado en 1855) escribieron al respecto: "Aquello no fue ya una batalla; fue una carnicería".

En tan apenas cuatro horas de lucha, 218 soldados legitimistas (en su mayoría aragoneses) yacían muertos por las calles de la ciudad, así como otros nueve de la Milicia Nacional que defendía Zaragoza. En busca de responsabilidades por el asalto, las sospechas pronto acabaron por recaer en el segundo cabo de la Capitanía General de Aragón, Juan Bautista Esteller, a quien los zaragozanos aún alimentados por la ira, acusaban de tener complicidades con Cabrera. Recluido en el fuerte de La Aljafería por las autoridades, con el fin de salvaguardar su integridad, el 7 de febrero Esteller fue sacado de aquel lugar por la fuerza y conducido hasta la plaza de San Francisco. Y allí, bajo la lápida conmemorativa de la Constitución de 1837 que él había defendido, murió asesinado por un nutrido grupo de exaltados de la ciudad.

En el contexto de los acontecimientos bélicos de aquella guerra civil (1833-1840) la toma de Zaragoza por parte del ejército legitimista hubiera sido decisiva, por cuanto habría supuesto la rápida toma de todo Aragón y, en un efecto dominó, la de toda España al norte de Madrid. Unos objetivos militares (incluido el de la toma de Gandesa) asombrosamente similares a los que se persiguieron, casi cien años después, durante la última guerra civil de España, al desencadenar las fuerzas de la República el asalto de Belchite, en cuya batalla (agosto y septiembre de 1937) quedó completamente arrasada la población y 5.000 combatientes muertos.

Cualquier persona que haya visitado el pueblo viejo de Belchite habrá podido comprobar cuán grandes pueden llegar a ser los desastres de la guerra. Desde luego no para celebrarlos con un día de fiesta y alegres comidas campestres. Más bien al contrario. Los estadounidenses lo hacen en su Memorial Day, que también conmemora a cuantos murieron entre 1861 y 1865 durante su Guerra de Secesión.

Sin embargo, en España, bajo el eufemismo de Guerras Carlistas, la Historia continúa pasando de puntillas sobre los centenares de miles de vidas que costaron aquellas crueles guerras civiles a lo largo de todo el siglo XIX en el solar hispano. E incluso se sigue escribiendo, sin pudor alguno, de "absolutistas carlistas" como si aquellos no hubiesen sido más que unas pandillas incontroladas de facinerosos trabucaires ultracatólicos, y de liberales, estos últimos como defensores únicos y absolutos de la libertad. Pero aquellas no fueron guerras de buenos contra malos, sino episodios que desangraron al país y truncaron las expectativas de varias generaciones, entre ellas las de nuestros tatarabuelos.

Afortunadamente, hoy vivimos en una sociedad democrática sustentada en una Constitución y en un sistema de Derecho que garantiza y salvaguarda las libertades individuales de toda la ciudadanía. Ser conscientes de que nuestra libertad no ha sido gratuita sino que se ha ido forjando a lo largo de siglos con la voluntad (incluso, la propia vida) de muchas personas, debería llevarnos a replantearnos, en serio de una vez, si Zaragoza debe seguir celebrando la Cincomarzada como día de fiesta, o si debe dedicarlo a la memoria de las víctimas de todas las guerras civiles que han llenado de horror a España.