En el parque del memorial de la riada de Biescas, a las afueras de la población, hay un ambiente recogido y reina una extraña tranquilidad. Ni siquiera el zumbido de los coches, las motos y las furgonetas que, estos días de furor turístico en el corazón del verano, pasan aventadas por la cercana carretera N-260a consiguen romper la paz que se respira en el jardín en recuerdo de los 87 fallecidos y casi 200 heridos de la riada que arrasó el cámping Las Nieves el 7 de agosto de 1996.

La causa quizá obedezca a razones externas, como la barrera natural que han formado los árboles que han crecido en la cuneta, entre el asfalto y el espacio consagrado a la memoria, que está a las puertas de la antigua zona de acampada.

Pero también puede deberse a razones internas, o sea, mentales. Quienes entran en el parque en sus vehículos lo hacen despacio, sin que apenas las ruedas chirríen sobre la gravilla. Estacionan también lentamente y, cuando se apean de los coches, guardan un silencio respetuoso, ya sean niños o adultos.

Saber que se está penetrando en un lugar donde perecieron casi un centenar de personas impone e impresiona, como un santuario al que se peregrina por un motivo profundo. Joan, un catalán que va con su familia y es de una localidad situada cerca de Manresa, Sant Fruitós de Bages, quizá experimente esa sensación.

Elena Herráez y Ana Vidal, psicólogas de Madrid, observan los objetos personales depositados por los visitantes. ANDREEA VORNICU

Todos los nombres de la A a la Z

«He venido porque el suceso, cuando ocurrió, me impresionó, fue algo brutal», explica. Y su mujer, Jéssica, al ver poco antes el letrero de Biescas en la carretera, lo ha relacionado de inmediato con el triste suceso del cámping.

Ambos se detienen, con su hija Nina, ante el monolito de metal oxidado en el que la leyenda explica sucintamente el «desastre natural», que atribuye a «una tormenta de extraordinaria intensidad» que «generó un fortísimo caudal».

Eso en una cara. En la otra se enumeran, de la A de Álvarez Mariano a la Z de Zamanillo Isabel, los nombres y el primer apellido de las víctimas mortales. Abundan los nombres vascos, hay algunos catalanes y otros, más comunes, de difícil adscripción geográfica. Solo cinco parecen extranjeros, cuatro que suenan a holandeses y uno que es, quizá, francés. 

Muy cerca, en la valla metálica que impide el paso al antiguo cámping, periódicamente aparecen ramos de flores, ositos de peluche y pulseras o lazos que tienen algo de ofrendas en recuerdo de las víctimas, como los exvotos de un lugar de culto.

Una gran piedra por cada víctima

La pareja formada por Pineda y Eloy, de Tarragona, se para a leerlos y luego recorre el parque de un extremo a otro, en busca del barranco que se desbordó y que corre paralelo al lado norte del cámping. «Entonces estaba limpio de vegetación», recuerda Eloy, que estuvo con su mujer en el valle de Tena «días antes de la tragedia». «Cuesta trabajo creer que este cauce tan bien construido se desbordara», dice.

Elena Herráez y Ana Vidal son dos jóvenes de Madrid que se dedican a la psicología de emergencias. «La riada de Biescas marcó realmente el comienzo de la ayuda psicológica a las víctimas, que luego alcanzaría un gran desarrollo cuando los atentados del 11-M», señala Elena.

Un osito de peluche y, al fondo, el antiguo edificio de servicios, lo único que quedó en pie. ANDREEA VORNICU

Mientras, Eloy, que es de origen aragonés, regresa de dar una vuelta por el parque, hasta otro monolito, ese de piedra, que hay en un extremo, junto al cauce nuevo que se construyó tras la avalancha. Ha descubierto algo que no salta a primera vista. «Creo que hay 87 piedras grandes diseminadas por el césped, tantas como personas murieron aquí», reflexiona acertadamente, con cierto matiz de tristeza en su voz. 

Unas piedras que, puestos a buscar significados, pueden hacer referencia también a las tiendas de campaña que la riada se llevó por delante aquel aciago día de agosto de hace 25 años.