La aprobación de las primeras medidas, derivadas de la nueva ley de educación, relacionadas con los requisitos exigidos para el paso de un ciclo a otro y para la obtención de las titulaciones académicas ha suscitado un paroxismo casi generalizado en los medios de comunicación y en buena parte de la sociedad. En todas las leyes cuyo objetivo es la regulación de los procesos educativos institucionales (es decir, de la escuela) están imbricadas tres grandes variables: pedagógicas, ideológicas y sociológicas. Por tanto, para lograr una comprensión racional de tales decisiones políticas es necesario analizar esos tres componentes que las fundamentan.

Obviamente, en el espacio de un artículo periodístico resulta imposible realizar ese análisis de forma exhaustiva. Por este motivo me limitaré a comentar esos tres componentes sin la profundidad que requiere un hecho de tanta repercusión social como es la rebaja tan descarada de las exigencias para la obtención de las titulaciones académicas.

En diferentes ocasiones he analizado en este diario los procedimientos pedagógicos más y menos eficaces para la prevención y el tratamiento del fracaso escolar, basándome siempre en los resultados de las investigaciones más rigurosas, tanto propias como ajenas. El más eficaz es la puesta en práctica de un modelo de organización escolar que, al menos en el periodo de escolarización obligatoria, consiga la recuperación de todo el alumnado que posea las capacidades para superar los objetivos mínimos del currículum escolar.

Decisiones políticas consensuadas

Hoy se sabe con certeza que esa exigencia solo se puede superar con decisiones políticas consensuadas entre todos los actores del proceso educativo. Entre los menos eficaces están la repetición de curso y la evaluación del alumnado, basada única y exclusivamente en unos exámenes que solo miden el nivel memorístico de conocimientos. Cuando ambos tipos de medidas pedagógicas se imponen de forma partidista, como viene sucediendo en España desde el año 1982 hasta hoy, se genera un deterioro progresivo del sistema educativo de muy difícil arreglo.

No descubro nada nuevo si afirmo que existen dos modelos ideológicos de organización social absolutamente antitéticos. Un modelo que premia a los individuos que se esfuerzan por superarse a sí mismos, y que sanciona a quienes poseyendo las capacidades suficientes se niegan a realizar ese esfuerzo. Otro que se caracteriza por entender que los individuos no son responsables de su falta de interés en el cumplimiento de los valores y normas positivas que regulan el funcionamiento social.

En el ámbito de la educación escolar, el primer modelo es selectivo, ya que premia al alumnado que se esfuerza y, en cambio, sanciona al que se escaquea, independientemente de cuáles sean las causas. Por el contrario, el segundo modelo es mucho más inclusivo, ya que no permite que haya alumnos que repitan curso o que no reciban las titulaciones académicas pertinentes aunque su nivel de conocimientos sea muy inferior al que les corresponde de acuerdo con sus capacidades.

Desde mi punto de vista, ambos modelos tienen muy pocas ventajas y muchos inconvenientes. Por ello, lo razonable es la potenciación de otro intermedio que disponga de un sistema de becas, destinadas a las familias del alumnado menos favorecido económicamente, y que exija a todos (tanto a los becados como a los no becados) unos niveles mínimos de rendimiento académico para la obtención de las titulaciones.

Sensación de inutilidad

Tal y como dejó claro Sacristán en un artículo publicado en la revista Realidad (1971, págs. 9-15), el símbolo genuino del impacto social de las escuelas es la valoración que tienen sus titulaciones en el mercado laboral y en la estratificación social. Cuando ese valor se degrada, bien sea porque los títulos se conceden sin ningún rigor, bien porque la oferta es muy superior a la demanda, surge en el inconsciente colectivo la sensación de inutilidad de dichas instituciones y desaparece la motivación por el esfuerzo en la práctica totalidad de los estudiantes.

A esos factores hay que añadir que en las sociedades de capitalismo avanzado y con democracias liberales consolidadas hay diferentes tipos de escuelas (privadas gratuitas, privadas de pago, públicas, etc.), lo cual impide que los gobiernos puedan lograr la uniformidad de dichas instituciones en la forma de interpretar los criterios de evaluación de sus alumnos.

En este contexto plagado de contradicciones, es previsible que las escuelas privadas pongan su nivel de exigencia en cotas más altas que el de las escuelas públicas, sabiendo que así asciende el prestigio de sus titulaciones. Por ello, la degradación social del valor de las titulaciones académicas que implica la aprobación de este decreto acabará perjudicando mucho más a los egresados procedentes de familias con bajos recursos económicos que a los que proceden de familias de alto nivel.