No son pocas las ocasiones en las que pienso en lo mucho que seguramente tengo en común con quienes me cruzo de vez en cuando por cualquier parte y que, a priori, llevan caminos diferentes del mío. Quizás aquella persona que acelera el paso unos metros por delante, esa otra que se encuentra más allá, la que espera con poca paciencia a que cambie el semáforo o la que dobla la esquina justo en el momento en el que también me aproximo, insisto, quizás compartan conmigo el deseo de pasear con la pretensión de fijarse en los detalles que ofrece la ciudad. Nada más, y nada menos. Y esa curiosidad conlleva de repente que nos sintamos parte de su historia, pues quienes la integramos en nuestra rutina es frecuente que la tengamos por una gran desconocida. Tengo la sensación de que a veces no le doy la más mínima oportunidad para que me sorprenda y me descoloque, para que me regale momentos, colores, sonidos y silencios.

Y de repente leo a Julio José Ordovás y me reconozco en sus certeras pinceladas que convierte en fotografías. Admito que más de una vez han formado parte de mi encuadre pero han sido ocasiones en las que he optado por enmudecer al no saber contarlo así de bien, con una poética que dota de música a las palabras. Huelga decir que en la sencillez de sus textos Zaragoza fluye y se multiplica, como si hubiera que verla desde todos los ángulos posibles para descubrir aquello que se ve pero que no se observa, dadas las prisas que a diario llevamos todos para cumplir con el sinfín de cometidos a los que parece que estamos abonados, y que una vez resueltos vuelven a exigir nuestra entrega, como si se tratara de un círculo vicioso que carece de salida. Es tal el ritmo que incluso caminando somos capaces de atropellar sin miramientos.

El autor persigue instantes, retrata situaciones cotidianas, enumera a sus protagonistas y obliga al lector a reconocerlos. Sabido es que son todos los que están, y que enriquecen el escenario de esta urbe querida que ya no es pequeña ni grande, que guarda siglos de historia en su memoria, que se compone de una importante fusión de culturas y estilos y que da lo mejor a quien la recorre con la mirada vigilante y con afán de empaparse de acontecimientos y de leyendas. Es bonito dejarse envolver por el misterio, abrir puertas y tropezarse tras ellas a personajes que la visitaron y la habitaron, quedando estos y aquellos enamorados de la acogida y la hospitalidad recibidas. No falta en estas páginas ni siquiera el cierzo, que toma la iniciativa en los eventos al aire libre y cuya arrolladora presencia merece refranes, bienvenidas y quejas.

Este es un libro que consigue que se asome la belleza. Todos añoramos lugares, en especial aquellos en los que se refugió la infancia o se vivieron experiencias que fueron decisivas en uno u otro contexto. Saber mirar es recuperarlos de alguna manera, sentir que la ciudad conserva esos recuerdos aunque hayan cambiado tiendas, edificios o barrios enteros. Es la esencia lo que permanece y en lo que no cabe sino buscar el reflejo. El escritor deambula por rincones emblemáticos a los que dota de poesía con hermosas frases. Cualquiera de ellas sirve como guía de viaje para comprender la magia que se oculta tras un mero entramado de calles.

El peatón sentimental, editado por Xordica, se compone de distintos episodios o capítulos que forman un todo. Cada texto tiene una palabra de titular. No necesita más para ir al meollo. Son breves pero contundentes. Son sencillos pero compuestos de muchos elementos. Son trepidantes porque hay un largo trecho que recorrer. Zaragoza se despierta cada mañana esperando ser visitada, obsequiando con los extremos de su clima a quienes han osado ignorar los consejos de los prudentes. Cada detalle de estas narraciones aporta porque cada detalle es descrito tras ser vivido, recuperando anécdotas, nombres de calles que enredan, miradas nuevas que en cada jornada se repiten o sensaciones que animan a evocar el pasado y a sonreír abiertamente, porque en los reencuentros suele tener cabida una nostalgia ansiada.

Otra vez la literatura da la mano e invita a buscar el plano de una ciudad que no es plana. Se citan tantos lugares que será posible perderse, lo que no deja de tener su atractivo. Porque entiendo yo que el acto de perderse nace, al fin y al cabo, de la libertad de movimientos.