Este equipo, el Real Zaragoza, es un náufrago de preocupar. El sábado por la noche vio tierra en Cornellá-El Prat con una victoria más próxima al espejismo que a la ilusión. La celebración del triunfo para un equipo deficitario en lo individual y en lo colectivo alcanza casi el paroxisno de puertas adentro, si bien no engaña a la vista ni a la razón exteriores, y si lo hace se convierte en una amenaza global. Los tres puntos frente al Espanyol no lo consiguieron los jugadores, ni mucho menos, sino Manolo Jiménez en colaboración con la mano de Albín.

El Real Zaragoza le debe mucho al técnico. Prácticamente la vida. El entrenador esperaba que esta temporada, pese a las limitaciones económicas, podría armar una plantilla con el suficiente aval competitivo como para afrontar cada jornada sin un cardiólogo a su lado. Agapito Iglesias, sin embargo, le ha dejado el equipo a medio vestir, expuesto a esa teoría pazguata de que siempre habrá tres clubs peores al término del campeonato. El 31 de agosto se da el portazo al mercado de fichajes y por mucho que lleguen un lateral y un central, resolverán poca cosa.

El encuentro frente al Valladolid envío el primer telegrama de familiares peligros: un rival que sepa tocar un poco el balón aparece inalcanzable. Este fin de semana, contra un Espanyol de vuelo rasante y limitaciones similares, la sensación fue de que un adversario que tenga el balón un rato solo necesita una jugada para ganar. La defensa carece de laterales y dispone de un único central, Álvaro; el centro del campo está fatigado de ideas y calidad constructiva, y la delantera transita mucho más por el fuera de juego que por el área, por lo que la producción de ocasiones de gol es paupérrima.

El partido de Cornellá se lo metió Jiménez en el bolsillo con la ayuda de Albín, que le echó una mano impagable. Antes y después del penalti, en igualdad de condiciones y con un futbolista más tras la expulsión del infractor, el Real Zaragoza le puso zarpa sin uña al encuentro, una blandura disfrazada de aguerrido interés que conservó incluso después del empate, como si el punto fuera un tesoro.

El técnico había incluido a Víctor Rodríguez en el inicio de la segunda mitad, pero la chispa y la alegría del regate del chaval contrastaba con la letanía y la impotencia del resto. Jiménez realizó una lectura simple y acertada de los acontecimientos: con el Espanyol despellejado psíquica y físicamente, sacó todo el arsenal ofensivo. Primero Aranda, luego Ortí. Postiga aprovechó el tráfico de atacantes para marcar un gol cuya asistencia habría que adjudicársela a su perseverante entrenador.

El espejismo sigue agazapado tras la realidad. Jiménez le echó un flotador al Real Zaragoza para evitar que se ahogara, pero este náufrago necesita una embarcación más fiable para alcanzar tierra firme, la permanencia.