La temporada pasada, en aquellos maravillosos seis primeros meses del año, Manolo Jiménez alcanzó dos grandes conquistas. La primera y más evidente, la salvación más milagrosa y meritoria jamás vista en el fútbol español. Y la segunda, menos tangible pero tanto o más importante, la enorme identificación que consiguió con el zaragocismo en masa gracias a aquel mensaje limpio, verdadero, esperanzador, con un espíritu crítico desde el propio interior del club y con un ánimo regenerador que resultó tremendamente atractivo. Eso, tanto o más que los logros deportivos, que fueron magníficos, generó una empatía muy intensa entre el técnico sevillano y la afición del Zaragoza. Fue un proceso de enamoramiento genuino y mutuo como hacía tiempo y que hoy todavía perdura, aunque con menos fuerza.

De aquellos dos grandes activos, justamente ganados, a Jiménez le han abandonado los resultados, como le abandonan a casi todos los entrenadores del mundo en un momento u otro, más pronto o más tarde. Esto no deja de ser un proceso natural y consustancial a este deporte. Ocurrió, ocurre y seguirá ocurriendo con la mayoría de técnicos. Ahora le está tocando a él.

Que los resultados fueran peores que aquellos era algo que podía suceder. Lo más desilusionante no es eso. Es lo otro. Ya desde el verano, el discurso de Jiménez, y él lo sabe y sabe por qué, ha perdido aquel vigor tan seductor de crítica interna, ha dejado de ser tan verdadero como era y lo ha llenado de disculpas reiteradas con Agapito Iglesias, el mismo personaje con el que fue un martillo pilón y al que puso constantemente los puntos sobre las íes en público. Por eso se convirtió en un hombre tan querido. Ahora Jiménez exculpa a su amo a la que puede. Está en connivencia con el sistema, que es el mismo que criticaba, calla y ya no lo pone en duda. Más decepcionante que perder es justamente esto.