Siempre he pensado que una persona se te muere casi del todo cuando sabes que no hay remedio. Luego, el resto es miedo, silencio, espera, no saber qué hacer ni qué decir. En cambio Labordeta nos habló de su cáncer sin el menor aspaviento, con la franqueza habitual, abriendo una etapa impensadamente densa y gozosa, de trato personal "de otro modo".

Al principio, era sólo el anuncio de un mal, contrastado con vitalidad, curiosidad, paseos. Recuerdo uno con Pepe Melero, los tres charlando de mil cosas hasta el territorio de su infancia siempre rebuscado, junto al Mercado Central, tomando cafés. Pero pronto fueron cambiando las tornas, recortando el itinerario, procurando evitar enfriamientos y cansancios. Todos temimos, por ejemplo, que el viaje a Santander, llevado por sus hijas, a recoger el Premio Nacional de las Artes, fuera contraproducente; pero el cáncer no entiende de esa jerga, va a lo suyo. Y Labordeta era un roble, "como esos viejos árboles".

Luego, fueron muchas semanas de visitas. La mayor parte de las veces te encontrabas a algún amigo más madrugador: su hermano Donato, el médico Artal, el bibliófilo Melero, Emilio Gastón con Mary Carmen, Gonzalo Borrás que se apuntó a los lunes, su exalumno de Teruel Pedro Luengo, Félix Romeo siempre malcaradamente tierno, Luis Alegre todo él, a veces Carlos Forcadell, o gentes de toda procedencia. Sé de asiduos de otras horas, aunque muchos se limitaban a telefonear. Las tertulias, que todos procurábamos intensas, variadas, huyendo sólo de un tema (su gravedad), se deslizaban hasta el anochecer, en que decía con humor que se retiraba para que pudiéramos irnos. Las nietas entraban y salían saltando alrededor del abuelo, saludando a todos.

Había pastas de mil tipos (Juana me prohibió los cacahuetes porque dejaban todo perdido), que llevábamos golosos y él recibía abriendo paquetes, pidiendo licores que también compartía. Había fútbol los días grandes, venga a sufrir por el Zaragoza, y comentarios de libros, de prensa, de noticias grandes y pequeñas. Olvidaba pequeños nombres, pero todo estaba en orden. Le interrumpían llamadas de extraños orígenes, participaba en tertulias radiofónicas.

Le hizo ilusión que en Cariñena dieran su nombre a una reserva de vinos. Y sonreía con bondad y picardía, ante la cantidad de políticos que ahora venían a homenajearle: algunos no hace tanto echaban pestes cuando era diputado mosca de otoño. Le molestaba el trasiego, pero sé que uno de los que más le ilusionó fue el Doctorado Honoris Causa de la Universidad, que el Rector y el Consejo apoyaron entusiastas; aunque ya no pudo ir, por una recaída, el acto fue emocionante, doy fe, porque todos sabíamos que se nos iba a zancadas.

Cuando llegaba pronto o en días de menos "entrada" de íntimos, me disponía a "despachar" con él, decía divertida Juana, ocultada su inmensa pena con detalles y afectos. Le hablaba de tanta gente que me preguntaba, por la calle, por teléfono, por correo electrónico. Le decía que si le preguntaban dijera a todos que sí le había dado recuerdos y ánimos, no me fuera a olvidar de alguien. De Lucía Pérez, la de Jorcas a su lado desde hace décadas; de José María de Jaime, el de Calamocha, que pedía ya tarde unas dedicatorias; de Philippe Moreau, el profesor de Pau; del magistrado Antonio Doñate; de sus compañeros de estudios Marisa Bailo o Agustín Ubieto; de la gente vieja de Andalán, temerosa de molestar, veteranos como Luis Granell o Julia López Madrazo, o del renovado en que volvía a poner "el dedo en el ojo", como los Salanova, Antonio Peiró o Vicente Martínez Tejero.

Esas inolvidables sesiones se acabaron el martes pasado. Acababa de llegar y abrazar a Juana, Ángela y Paula, sus hijas (Ana en camino) y la joven y eficiente oncóloga decidió llamar una ambulancia, pues José Antonio estaba demasiado débil, se ahogaba aun con oxígeno, apenas quedaba un hilo de aquel vozarrón. Le vi llevado casi en brazos, desde la camilla mirando desconcertado, decir adiós con una mano casi de papel, y correr la ambulancia hacia el Servet, destino final. Había terminado la tertulia más densa y hermosa a la que jamás he asistido. Y con ella, horas después, la vida de mi mejor amigo, del hermano mayor, el consejero, el líder sin quererlo.