No sé muy bien cómo fui a dar con él. Caminé durante horas por un sendero seco, pensando en mis cosas, como hace todo el mundo cuando se va de paseo a Marte. De repente se interpuso en mi marcha ligera, allí, hiératico y señorial, el toro de Osborne. De pequeño le veía desde la ventanilla del coche de mi padre cada 100 kilómetros aproximadamente, en colinas con y sin ojos. Pensaba: cómo corre el condenado para llegar antes que nosotros y redibujar la misma postura que hace un rato. ¡Y descalzo por el monte! En el colegio decía el profesor de Naturales que el animal más veloz de la tierra era el guepardo, pero a mí no me la colaba. Ese bicho era una bestia.

Por la fijeza de su mirada se diría que vigilaba todo el país, o que marcaba su territorio (todo el país). Era por entonces España la piel de toro, surcada por carreteras secundarias, puestos ambulantes de melones y con las zonas de descanso bien delimitadas por choperas a las que se accedía con el riesgo asumido de dejar el palier en el intento. En verano y con el aire acondicionado buscando inventor, el hallazgo de sombra para calmar los viajes era sagrado ritual. La tortilla de patata, los filetes rebozados, la gaseosa y la legión de hormigas y mosquitos que se unián al festín componían una estampa ideal para Julio Romero de Torres.

De nuevo en marcha, otra vez el toro allí arriba, en lo alto. A la solana, sin una miserable sombrilla que llevarse a los cuernos. Me daba cierta lástima, pero por lo menos este no acababa con una espada hasta la bola o en el puchero, me consolé. Había visto un sinfín de corridas por la tele, pero a mí solo me gustaba cuando sus hermanos perseguián el capote y la muleta y el maestro perfilaba la figura henchido de luces y arte para evitar la embestida. Olé y olé. Luego venía la sangría y cambiaba de canal, es decir pasaba a La 2 que era la única oferta alternativa que había al coso ya ensangrentado y agónico, fúnebre, epílogo de la crueldad.

"¿Cómo estás Alfonso?". Que hablara no me inmpresionó, pero que dijera mi nombre sí me causó cierto grado de extrañeza. Ahora bien, nos habíamos visto en tantas ocasiones que seguro que alguna vez escuchó cómo me llamaba mi madre para que dejara de buscar cangrejos en el riachuelo, recoger la tartera y reanudar la marcha tuareg. Allí nos pusimos de charla como viejos conocidos. Tomamos una copa (que no falte) y poco a poco, cuando las conversaciones rutinarias se estrecharon (fútbol y algo de mujeres) entramos en el desfiladero de las confidencias. Me confesó que de chico se escapó de la manada porque a él eso de engordar para morir no le convencía demasiado. Sus padres querían que triunfara en una buena plaza, en Madrid o en Sevilla, pero prefirió vivir.

Tenía una voz ronca, agrietada por los inviernos, y bastantes canas de las que peina el viento. Tan de cerca por primera vez, me pareció más humano. Sacó un pitillo, un Celta corto, y me rebeló que su huida del hogar fue corta, que unos tipos le obligaron a ejercer de modelo de una bodega y que con los años le impusieron la eternidad para, más tarde, ser patrimonio de no sé qué valores hispánicos. No se le veía muy feliz. "Un día me desmarqué de la dehesa y me acerqué al cortijo. Una de las ventanas estaba abierta y de dentro salía el quejido de Camarón de la Isla. ¿Sabes?, --suspiró-- me hubiera gustado cantar como él". Intenté animarle. "Ya, pero tú eres más rápido que sus lamentos. ¡El ser más rápido del mundo!". "Sí, es cierto, no lo podemos tener todo", masculló ya con solo ceniza entre los dedos. Se me hacía tarde y me despedí. Por el sendero, de vuelta a casa, caía la noche en Marte y el toro empezó a saltar bravío para besar la luna.