Tres décadas después del incendio de la discoteca Flying, la esquina de Zaragoza en la que se encontraba la sala de fiestas, entre las calles Don Teobaldo y Trinidad, sigue siendo un lugar que produce desasosiego a quienes recuerdan la tragedia que allí se vivió.

Es verdad que ha pasado mucho tiempo y que el asunto, aunque con bajas indemnizaciones, está zanjado desde el punto de vista judicial. Pero eso no borra de la mente que, en la madrugada del domingo 14 de enero de 1990, 43 personas murieran asfixiadas por el humo en el sótano de un negocio de hostelería hoy ya inexistente.

El incendio de la Flying, en el barrio de La Magdalena, sigue presente en la memoria de lagente. En su día, aquel gravísimo suceso reafirmó a muchos zaragozanos en la creencia de que la capital aragonesa era una ciudad proclive al fuego devastador y mortal. Desde ese prisma, la discoteca era la pieza que completaba la fatídica triada que habían iniciado Tapicerías Bonafonte (23 muertos en 1973) y el hotel Corona de Aragón (83 fallecidos en 1979).

El suceso alcanzó una gran difusión nacional e internacional. Fue una de esas noticias que abren los telediarios y tienen impacto. De hecho, a partir de aquel momento, en la opinión pública se extendió la idea de que los sótanos donde se desarrollaban actividades lúdicas eran auténticas ratoneras en caso de incendio. Por ello muchos zaragozanos tardarían en entrar a una discoteca, pub o similar sin cerciorarse antes de dónde estaban las salidas de emergencia. Y es posible que aquel miedo preventivo aún perdure en la ciudad.

La lección que las autoridades extrajeron de aquel desastre fue que había que endurecer la ya de por sí dura normativa local antiincendios y continuar el esfuerzo, nunca interrumpido, para disponer siempre de un cuerpo de bomberos puntero.

La noche de los hechos, los servicios de extinción recibieron la primera llamada de aviso a las 2.40 horas. La efectuó una persona joven, no identificada, desde una cabina telefónica de la plaza de la Magdalena. Los vehículos de bomberos salieron a las 2.44 desde dos parques distintos y llegaron a la discoteca a las 2.48.

Una vez allí, tras rescatar a una persona todavía con vida en las escaleras, se evacuó el humo que inundaba el local y se apagaron los principales focos de fuego en 20 minutos. A medida que avanzaban, los bomberos fueron hallando los cadáveres de las víctimas. Dos estaban en la planta baja, junto a la salida de emergencia (de la que se dijo que estaba cerrada), y el resto, hasta un total de 41, en el sótano, según el informe redactado por el Ayuntamiento de Zaragoza.

Desde un primer momento, la causa del fuego se atribuyó a un fallo en la instalación eléctrica, por un calentamiento debido a un exceso de potencia o un defecto en el aislamiento de los conductores metálicos. Las llamas cobraron fuerza, avanzaron horizontalmente por el techo y bajaron por el revestimiento de los pilares.

Pero fue el monóxido de carbono producido por el incendio el que, en concentraciones letales y en un tiempo de 10 a 15 minutos, provocó primero la inconsciencia y después la muerte de clientes, miembros del personal y unos músicos que aquella noche tocaban en la discoteca. Entre los presentes aquella noche hubo algunos que se percataron del suave olor del gas, que es incoloro, y escaparon a tiempo.

Otros, como el encargado del local, Francisco Lacruz Barrio, se enteró de que había un incendio en marcha cuando oyó un ruido como de chispas en el falso techo y se dio cuenta de que este estaba enrojecido y abombado, «como si se estuviera quemando por dentro». Poco antes, a las 2.30 horas, el local se había quedado a oscuras y se habían encendido las luces de emergencia. Y él había ido al cuadro eléctrico para tratar de reparar la avería. Al no poder conectar el interruptor del aire acondicionado, pese a intentarlo varias veces, abandonó esa zona y fue entonces cuando reparó en el resplandor que había sobre su cabeza.

Salió a la calle por la puerta de emergencia, pero sin dar la voz de alarma ni avisar a más personas que a la encargada del guardarropa. Por este motivo sería condenado por la Audiencia de Zaragoza, en segunda instancia (en primera había sido absuelto), como autor de una falta de imprudencia simple. El mismo órgano judicial declaró a Faustino Martínez, propietario de la sala Flying, responsable civil subsidiario y lo condenó a dos años de cárcel por insolvencia fraudulenta. Consideró que había entorpecido la averiguación de su patrimonio con el fin de evitar que se subastara y fuera al pago de las indemnizaciones.

Se fijaron unas compensaciones de 60.000 euros por víctima mortal, más 240.000 a una mujer que resultó herida grave, pero no se abonó ninguna de esas sumas. Los afectados solo recibieron pequeñas sumas al comienzo del proceso. Después, nada, según sus abogados. Eso por vía penal. Por la civil, el caso terminó en el 2015 con una resolución de la Audiencia de Zaragoza que confirmaba que ni el ayuntamiento ni la DGA tenían responsabilidad alguna en el incendio.

"CADÁVERES POR TODAS PARTES"

En 1990, cuando se produjo el incendio de la Flying, Juan Gómez solo llevaba un año y medio en los Bomberos de Zaragoza. Entonces, con 27 años, tenía una larga vida laboral por delante. Pero la tragedia de la discoteca de la Magdalena es, pese al tiempo transcurrido, el suceso más grave que ha vivido, con diferencia.

«Nos llegó el aviso pasadas las dos de la madrugada y enseguida salimos del parque de Ramón y Cajal en un camión cisterna que conducía yo», recuerda. «Cuando llegamos al lugar del fuego, vimos que salían llamas de una rejilla, las apagamos enseguida, y en cuanto se extrajo el humo que había en el local, bajamos al sótano», continúa.

La imagen que vio entonces le viene a la cabeza en cuanto oye o lee el nombre de Flying. «Había cadáveres por todas partes», dice. «Unos estaban tranquilamente sentados, como si no se hubieran enterado de nada, pero también había otros que habían intentado escapar y no lo habían conseguido», relata

En medio de ese panorama de muerte, él se centró en su trabajo, que era extinguir las llamas que aún quedaban en algunos puntos del sótano. El fuego había devorado todo, la decoración, las tapicerías de los sillones, el recubrimiento de las paredes...

«Esa noche trabajé y cuando, al día siguiente, empecé unos días de descanso, me vino de repente a la cabeza lo que había visto y me di cuenta realmente de la dureza de esas imágenes y de lo que había pasado allí dentro», manifiesta Gómez.

Como ocurrió a muchos otros habitantes de Zaragoza, la tragedia de la Flying también influyó en su forma de comportarse cuando salía de fiesta. «Recuerdo que, días después del incendio, me tocó ir a distintas bodas y celebraciones familiares», comenta. «En las discotecas, lo primero que hacía era buscar la salida de emergencia y no me quedaba tranquilo hasta que la tenía localizada y veía en qué condiciones se encontraba», indica.

Después de aquel triste estreno profesional, este bombero zaragozano ha visto muchas otras desgracias, como personas ahogadas, muertas en accidentes de tráfico o víctimas de siniestros laborales. Pero nunca se ha vuelto a encontrar con un desastre de las dimensiones del incendio de la sala de fiestas de la Magdalena, «que te marca de por vida».

Y eso que años más tarde de aquella intervención, en 1999, le tocó otra de extrema gravedad cuando un autobús se salió de la autovía A-2 en la bajada del alto de La Muela y se precipitó a una zanja. Transportaba 52 viajeros y murieron 32. «Cuando la grúa levantó el vehículo, vimos que debajo de la carrocería había una veintena de personas aplastadas», recuerda. Eso le impresionó. Pero aún se asombró más cuando observó cómo las funerarias se abalanzaban sobre los muertos para quitárselos unas a otras y así hacer «más negocio». H

"VI UN PIE PEQUEÑO"

María José López, que vive encima del local de lo que fue la discoteca Flying, en la calle Don Teobaldo, guarda en la memoria un detalle que para ella resume lo que fue el trágico incendio. Es la imagen de un pie pequeño y descalzo, de mujer, asomando de un saco de tela o de plástico. «Estaba totalmente blanco, lo que quiere decir que no había muerto quemada sino que se había asfixiado, como el resto de las víctimas», explica esta zaragozana, que tenía 34 años el día de los hechos.

Eran sobre las tres o las cuatro de la madrugada y ella estaba de pie, en la fría madrugada de enero, con sus marido y sus dos hijas, mirando cómo los bomberos extraían los cadáveres del sótano incendiado. «Los sacaban uno a uno, entre dos hombres, y los iban depositando en dos filas paralelas en la calle Trinidad, todos tapados con una especie de bolsa», explica.

María José se despertó bruscamente aquella lejana madrugada del 14 de enero de 1990. La sacaron del sueño los timbrazos que sonaban en toda la casa y los gritos de «¡Fuego! ¡Fuego!» que provenían de la calle. Su marido se asomó a la ventana de la vivienda, en el segundo piso del edificio, y al ver una llamarada saliendo del local nocturno bajó rápidamente la persiana.

Entonces, María José fue rápidamente al cuarto de las niñas y les tiró del brazo para despertarlas. «Una de ellas, que tiene ahora más de 40 años, aún me recuerda que por poco no le arranco el brazo», dice esta testigo. Pero entonces no había tiempo que perder y toda la familia se dirigió en pijama a la calle, a toda velocidad por la escalera.

«Me chocó mucho que había vecinos que se presentaron en la calle vestidos y peinados, como si se hubieran tomado su tiempo para evacuar el bloque pese a que se estaba quemando el sótano», comenta a 30 años de distancia de aquellas cosas que vio y que no se le han borrado.

Ella y los suyos no se preocupaban de su aspecto. La escena que estaban viendo les mantenía como clavados a la acera, sin sentir siquiera el frío. «Me acuerdo de que todos los de la casa estábamos preocupados por la cimentación, nos daba miedo que se resintiera, pero los técnicos del ayuntamiento dijeron que la estructura del edificio no había sufrido», cuenta.

«Toda mi vida me he acordado de esa madrugada», reconoce. «No fue una película, sino algo de verdad», reflexiona. Se fijó mucho en el trabajo de los bomberos, que iban y venían. Los que salían del local decían a los de fuera, ‘Nada, nada, todos muertos’, como queriendo decir que no había nada que hacer», indica.

María José no se perdía nada de lo que sucedía. Incluso llegó a oír a un empleado de la discoteca que movía la cabeza a derecha e izquierda y decía que aquello «se venía venir». «Comentaba que el limitador del cuadro de luces saltaba mucho», dice María José, que aún cree oír aquella voz.