El paisaje social de la calle Alfonso muta y se uniforma. Los establecimientos de telas, sastres, camiseros y costuras que la poblaban en los años cuarenta se transformaron en grandes cafés en los cincuenta. El paseo fue el corazón de Zaragoza, el más elegante. El más parisino. Con los años setenta llegó el turismo. Esto propició la apertura de algunas tiendas de souvenirs en las que se agolpaban desde los caramelos con forma de piedras del Ebro a los abrebotellas con la figura de algún cabezudo. Muñecas vestidas de jotera. Pisapapeles. Puzzles del Puente de Piedra. Postales de viejos tranvías. Ceniceros con la Aljafería en su interior. El Mañico, en el número 14, ha sido un referente de este tipo de tiendas. Hoy abre por última vez por la jubilación de sus dueños y la calle se prepara para otra mutación más.

El Mañico se instaló en su actual emplazamiento hace casi cincuenta años. Los padres de los actuales dueños iniciaron el negocio con toda la ilusión del mundo. En aquellos años estar en la calle Alfonso era mejor que estar en la Quinta Avenida de Nueva York. Pronto se convirtió en el mejor establecimiento de su gremio en la ciudad. El que más vendía, el más visitado.

La propietaria, Mercedes Cea, está abrumada desde que trascendiera que lo deja. Sonríe tímidamente a los medios que se interesan por su trayectoria, sin entender que se le de especial valor al oficio que ha desempeñado durante estos años. A su marido se le ve hasta molesto. Por eso, mientras hay medios en el interior de la tienda prefiere no salir a atender a los clientes que no dejan de entrar. No llegan atraídos por las gangas del remate final: lo hacen atraídos por la nostalgia.

La joya de la corona

La joya de la corona de los recuerdos zaragozanos ha vivido etapas de todo tipo, aunque la familia nunca se ha separado de la tienda. Los días festivos siempre han sido los de más trabajo. «A pesar de todo, hemos tenido mucha alegría por estar cerca de la Virgen», echa la vista atrás Cea. En estos años la transformación ha sido brutal. Los primeros turistas a los que atendieron eran de lugares próximos, pero en los últimos tiempos la tienda ha recibido la visita de gentes llegadas de Rusia, China o Australia. Como lo de aprender idiomas les ha pillado tarde, con todos se han entendido mediante señas y como buenamente han podido. «Ellos nos hablan y piensan que les entendemos», se sorprende.

Baldosas verdes

La calle Alfonso también pierde con el cierre de El Mañico un sello gráfico de referencia. El diseño de su cartel es marca de una época. Explican que lo donarán a un familiar, aunque a estas alturas algunos coleccionistas les han ofrecido más de 400 euros por el mismo. Y eso que pensaban abandonarlo en la fachada, sin más, cuando esta tarde bajen la persiana por última vez. La calle Alfonso pierde así carácter, personalidad e historia. No se sabe muy bien qué ganará. Los propietarios de la finca tienen prevista una reforma integral del edificio.

Los suelos de baldosas hidráulicas verdes, los muebles de formica oscura. El taco de papeles cortados para hacer cuentas. Todo en el interior de El Mañico hace referencia a otras épocas. Hasta los pasquines que informan sobre precios y ofertas están cuidadosamente recortados en cartulinas rotuladas a mano. «Antes la venta de recuerdos era lo más», evoca. Los adoquines han sido su producto estrella. La moda ahora pasa por los imanes y las postales. Todo a muy buen precio. Los últimos turistas se interesan más por los juguetes que por los cestos de frutas de Aragón. La silueta de un zagal vestido de baturro (al modo en el que se entendía antes esto del vestir tradicional) les da la última bienvenida.

El selfi ha matado este tipo de comercios. Por mucho que se reinventen ofreciendo cargadores, el turista ya no busca una reproducción de la basílica del Pilar para regalar a la vuelta de su viaje. Y eso que en El Mañico se han vendido cantidades ingentes de columnas de la Virgen del Pilar. «Todo el mundo nos dice que les da pena el cierre, no pensaba yo que esta tienda iba a armar tanto revuelo, por eso estamos muy agradecidos», dice Cea. Con sus 72 años ahora le toca disfrutar de la jubilación.