Mientras el siglo todavía esperaba la llegada de los agitados años treinta, en Zaragoza una animada tarde de naipes reunía a algunos de los nobles más ilustres de la zona. El duque de Solferino y el conde de Sobradiel se jugaban al guiñote el prestigio de la sobremesa, ese reconocimiento social que ni títulos ni posesiones pueden otorgar.

Ese anhelo debió de empujar al duque, por aquel entonces dueño de la mayoría de las tierras cultivables de Casetas, a apostarse con el conde algunos de sus campos, entre ellos aquel en el que se encontraba el valioso molino de aceite de este barrio rural zaragozano. Según la leyenda, triunfos y ases le fueron esquivos al duque en aquella partida, por lo que desde entonces esa almazara se conoce como el molino de Sobradiel.

Anécdota o leyenda, aquella derrota no hubiera supuesto una gran pérdida para este aristócrata aragonés, que había heredado tierras por toda la comunidad. «Puede llegar a Francia andando solo por sus propiedades», se decía del noble, también conocido como el duque de Casetas por sus posesiones en el barrio rural.

Estas incluían la llamada Huerta de Casetas, situada cerca de la estación de tren, los terrenos del Coto, en el otro extremo de la localidad junto al actual campo de fútbol, y algunos edificios simbólicos como el ya derruido palacio.

En una época en la que casi la mitad de la población activa en España aún se dedicaba al sector primario, esta colección de tierras le daba al duque un notable control sobre la localidad zaragozana. «Pero contaban que no era un aristócrata de los malos», le reconoce Fernando Gaspar Martínez (Casetas, 1946), agricultor e hijo de uno de los campesinos que adquirirían una parte de los campos del duque. Vayamos por partes.

LA LEY DE REFORMA AGRARIA

El problema agrario, considerado como uno los frenos principales al desarrollo económico del país, se convirtió unas de las prioridades del Gobierno formado tras la proclamación la Segunda República en 1931. Con el ambicioso objetivo de acabar con la concentración de la tierra y mejorar las deficientes condiciones laborales de los jornaleros, el Gobierno aprobó en septiembre de 1932 la Ley de Reforma Agraria.

Aunque la transformación impulsada por la norma agraria quedaría lejos de las expectativas, fue en este contexto favorable al reparto de la tierra en España en el que el duque decidió vender sus propiedades a tres o cuatro - no se sabe con certeza- personas pudientes. Uno de ellos fue un vecino del barrio, Antonio Mamblona, factor ferroviario que llegó a ser director del Banco Zaragozano.

Sin embargo, el factor decisivo para la posterior división del histórico latifundio en Casetas de los duques de Solferino fue la mediación del político republicano Alfonso Sarría Almenara. Hijo de agricultor y vecino de Casetas, Sarría se afilia en 1931 al Partido Republicano-Radical Socialista y en las elecciones de ese mismo año es elegido concejal del Ayuntamiento de Zaragoza.

LA PARCELACIÓN

Unos meses antes de ser nombrado teniente de alcalde de la ciudad, intercede para lograr un acuerdo con los nuevos propietarios de los campos e idea un plan para dividir las tierras en cerca de 200 parcelas, ofrecidas a los jornaleros de la localidad a través de un sorteo que pretendía evitar favoritismos. El padre de Fernando, Calisto Gaspar, se hizo con 14 parcelas, alrededor de 10 hectáreas. «Al final incluso sobraron seis o siete parcelas y mi padre fue a ver si podía coger más. ‘Tú ya has cogido muchas’, le dijeron», bromea Fernando.

Por tanto, no fue una expropiación con indemnización como contemplaba la Ley de Reforma Agraria, sino un proceso acordado entre las partes. En cualquier caso, el director de Reforma Agraria hizo oficial en agosto de 1934 la parcelación y el reparto de tierras a los campesinos de Casetas. Estos, sin embargo, ya habían comenzado a adquirir los campos con anterioridad.

Calisto, por ejemplo, recibió el Campo Las Correas en octubre de 1932, solo un mes después de la aprobación de la norma agraria y varios meses antes de que los primeros asentamientos que la Ley determinó a nivel nacional fueran concedidos en 1933. De esta forma, la reforma agraria de Casetas pudo ser la primera que se produjo en España.

En marzo de 1933 a Calisto le otorgaron otra parcela, conocida como La Rinconada del tío estanquero, un terreno valorado por el perito agrícola en «23 hanegas y cinco almudes», es decir, una hectárea y 63 áreas.

En total, las 10 hectáreas que adquirió costaban algo más de 31.000 pesetas. Una cantidad que, por inasumible para un campesino de la época, se fragmentó en pagos a 44 años vista con una cuota de 718,19 pesetas anuales (casi la mitad de ese importe en intereses) entre 1934 y 1943 y otra más elevada de 1.436,37 pesetas entre 1944 y 1978.

Algunos, temerosos o prudentes, decidieron dejar pasar la oportunidad. «No era cualquier cosa, cuidado. Entonces se ganaba poco, unas cuatro o cinco pesetas al día, y esto aún eran unas cuantas pesetas al mes», advierte Fernando, que explica cómo benefició a los campesinos la nueva situación: «Mi padre, que era de Gotor, vino aquí a trabajar en el campo, pero a servir, como se decía entonces. El reparto supuso una mejora sustancial para los labradores, ya que él incluso llegó a tener un peón. Pero no se volvió duque, eh», ríe.

De hecho, su nombre ni siquiera aparece en los documentos oficiales, sino que es su madre, Vicenta, la que figura como adjudicataria, puesto que estar casado era condición sine qua non para poder adquirir un lote de tierras y él aún andaba buscando novia.

EL PAGO DE CUOTAS

Muchas de las condiciones de la concesión garantizaban la protección de los labradores. «En casos de calamidad pública, pérdida de cosechas y otros análogos debidamente justificados, a juicio de la Dirección General, podrá esta aplazar el cobro de la anualidad correspondiente […]», reza uno de los puntos.

El impago, en cualquier caso, no suponía el embargo de otros bienes del campesino, sino simplemente la anulación de la concesión.

Además, los compradores, que no recibían las escrituras hasta haber pagado el importe total de las tierras, se agruparon en una colectividad a la que todos colaboraban con un tributo. El acuerdo incluía que si alguno de los miembros se encontraba en problemas, el resto acudía en su socorro. De hecho, en los primeros años la colectividad tuvo que ayudar a uno de los labradores que no pudo afrontar su cuota y la deuda se afrontó colectivamente con remolacha.

Los vaivenes políticos que comenzaron en 1934 con el ascenso al Gobierno republicano de la CEDA, contraria a la Reforma Agraria, no afectaron al arreglo casetero. «Como todo estaba en orden, incluso después durante la dictadura también lo asumió el Instituto Nacional de Colonización», apunta Fernando.

Sin embargo, no todo siguió igual tras el golpe de Estado del bando nacional. Además de la colectividad, que pasó a la historia, la guerra también se llevó por delante a Alfonso Sarría, que fue fusilado por los sublevados en 1936 por su ateísmo, su ideología socialista y su militancia política en un partido adscrito al Frente Popular.

Testimonios como el de Fernando y los documentos que ha conservado son quizá una de las últimas rendijas para conocer una historia que no merece perderse en el tiempo. «La tierra tiene algo especial, pero solo si la has vivido. Ahora hay gente que viene y solo dice: ‘¡ay, cuánto valdría esto si se urbanizara!’», lamenta él, que sí ha vivido la tierra, la que le dejó en herencia su padre, que llegó a Casetas para «servir» en los campos de otros y murió labrando los suyos.