Corría una mañana como otra cualquiera de 1800. Camino por la calle dirigiéndome hacia mi panadería habitual para comprar mi barra favorita de pan.

-¿Podría ponerme una barra de cinco cereales, por favor?—dije a la vez que señalaba mi futura compra.

-Por supuesto. —Con un rostro sonriente, la dependienta se giró para alcanzarla. —Aquí tiene usted.

—Muchas gracias, pase un buen día.

Una vez realizado mi recado de cada mañana, me dispuse a salir por la vieja puerta cuando me topé con un cartel: «Esta noche a las 10:00, Ludwig van Beethoven nos deleitará con la presentación de su Primera sinfonía».

Me llamó la atención pues nunca antes había escuchado música. Pensé que tal vez le encontrara gusto a algo nunca antes hecho. Tras mi breve interrupción, me fui decidida de vuelta a casa habiendo hecho ya de improviso mis planes para esa noche. De camino a mi hogar, dispuesta a organizar lo que me quedaba de mañana, me crucé con un hombre que vestía una larga gabardina negra hasta los pies. Su rostro captó mi atención; sus ojos me mostraron malestar acompañados de esas ojeras con las que di por hecho que mucho no había dormido la reciente noche. Se le veía algo distraído, algo le preocupaba... y eso se le notaba desde lejos. Apenas estudié su rostro, visualicé, cómo un objeto procedente de uno de sus bolsillos se precipitaba contra el suelo. Lo que para mí fue bastante evidente, ya que la caída hizo el suficiente ruido como para que cualquiera se diera cuenta, para él no fue nada, no se enteró de que se le había caído. En el momento en el que aquel señor pasó por mi lado, me acerqué hasta aquel objeto, identificándolo como una desgastada billetera de cuero. La recogí y me di la vuelta.

—Disculpe, señor. —Ni siquiera se percató de mi voz. —Se le ha caído esto...—volví a repetir.

Tras mis fallidos intentos por hacer que se diese la vuelta para devolverle lo que era suyo, opté por acercarme hasta él. Golpeé ligeramente su hombro sin ánimo de causarle ninguna molestia en su travesía por la ciudad.

—Disculpe, se le ha caído esto...—dije tendiéndole la billetera.

Fue en ese momento en el que aquel misterioso señor se dio cuenta de mi presencia y de mis intenciones de realizar un buen acto. Su rostro estaba perplejo, su mirada se intercalaba entre la billetera y yo. Él mismo se sorprendía por no haberse dado cuenta.

—Muchas gracias, joven—contestó agradecido, aunque no me pasó desapercibido ese atisbo de sufrimiento e incluso de soledad.

La ajetreada tarde pasó veloz y a lo que me quise dar cuenta, ya estaba preparándome para el que sería mi primer concierto. Una vez allí, esperé la larga cola; al parecer ese tal Beethoven era una gran estrella de la música clásica. Me hice con un asiento y esperé a que empezara.

La primera sorpresa de la noche fue ver al mismo hombre con el que me había cruzado, aparecer detrás de las rojas cortinas. Pero más sorprendente fue que él fuera el que ocuparía el asiento que se encontraba justo enfrente del piano, dispuesto a darnos el concierto anunciado por aquel cartel.

Hizo crujir sus dedos justo antes de cerrar sus ojos. Sus manos cayeron sobre las blancas y negras teclas del piano, acariciándolas con sentimiento, haciendo resonar esa cautivadora melodía por todo el auditorio. Cuando sus ojos se volvieron a abrir, la música adoptó otra actitud; tensión, fuerza, inspiración... Miles de emociones salían disparadas en forma de notas musicales.

Pude notar cómo todos los oyentes se agarraron a sus asientos por la intensidad que desprendía la canción. Noté cómo un sentimiento en especial quiso pasar desapercibido entre los demás; ese sentimiento era el del sufrimiento, la angustia; ese que ya había notado desde mi primer encuentro con aquel hombre que ahora poseía un nombre: Ludwig van Beethoven.

Sus dedos empezaron a presionar con fuerza el que se había convertido en su medio de comunicación con el público; ya no eran simples caricias, se habían transformado en duros golpes para hacer sonar mucho más fuerte la canción. Sus ojos volvieron a cerrarse tratando de hacerse uno con la música, aunque por su ceño fruncido pude notar que había algo que no andaba bien... Su cuello se inclinó hacia atrás y tocó desde lo más profundo de su ser. Aquella música era algo trascendental. No supe en qué momento se convirtió en algo tan sumamente irreal.

Los latidos de mi corazón, que se aceleraban cada vez más con la intensidad de la música, comenzaron a calmarse, lo que indicaba que la obra llegaba a su fin. No quería que terminase, pero poco a poco aquellas últimas y débiles notas acabaron por tocarse solas, perdiéndose en el silencio de la sala. El público estalló de emoción; todos nos levantamos a aplaudir, tratando de devolverle todo ese sentimiento que él nos había hecho sentir. Aunque parecía que el único que no había llegado a ese sentimiento había sido él mismo. Tras finalizar su obra, se dejó caer sobre el piano con sus brazos abiertos, tal vez simulando un abrazo. Todo cobró sentido. Fue en ese momento en el que entendí lo duro que debía ser no escuchar tu propia música sonar.