El mundo entero ha aguantado la respiración durante los últimos meses con las noticias que llegaban desde Colombia. Tras 50 años de guerra y cientos de miles de desplazados, el proceso de paz y la entrega de las armas de uno de los grupos históricos de la guerrilla, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), hizo creer, desde la distancia, que se abría una puerta a la reconciliación y una vida libre de violencia. Sin embargo, un patrón se repite entre los campesinos de este rico país en recursos naturales: la llegada de multinacionales que los desplazan de sus tierras para explotar los minerales y el agua.

Uno de los mejores ejemplos de este expolio y expulsión —concepto para el que los colombianos han acuñado su propio término: «despojo»-— es el Oriente Antioqueño, la región de mayor producción hídrica del país y que cuenta con algunos de los embalses más importantes. Estos megaproyectos, que comenzaron a construirse en los 70, obligaron a desplazarse a las ciudades a miles de campesinos. Como reacción, surgió el Movimiento Cívico del Oriente, compuesto por campesinos, comerciantes, obreros, estudiantes y maestros, que llegó a concurrir a las elecciones y quebrar el bipartidismo. Los integrantes de esta formación, y de otras formaciones de izquierdas, fueron objeto de persecución y atentados hasta su exterminio.

En la década de los 80, se instalaron en el Oriente Antioqueño las guerrillas de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que atacaron las centrales hidroeléctricas y tomaron carreteras como la autopista Medellín-Bogota. Para acabar con la guerrilla, el Gobierno, de la mano de Estados Unidos, combinó paramilitarismo y ejército. Pero la represión no fue solo contra las insurgencias, sino también contra la población autóctona. Como resultado, los campesinos fueron expulsados y la propiedad de la tierra fue a parar a narcotraficantes, ganaderos y paramilitares. La región se convirtió en una de las más violentas de Colombia.

En los últimos años, con el proceso de paz, los campesinos han ido regresando a las zonas rurales más alejadas de las ciudades, han recuperado sus labores y saberes ancestrales y vuelto a cultivar productos de subsistencia. Si bien, las situaciones del conflicto armado ya no se evidencian, otras violencias vuelven a sacudirles. Ahora con un nuevo rostro disfrazado de desarrollo que son las multinacionales.

De la mano de Movete, colectivo que ha retomado el espíritu de Movimiento Cívico del Oriente y que busca la reconstrucción del tejido social, una caravana recorrió el pasado agosto la región. Con el respaldo de la Red de Hermandad con Colombia (REDHER) y la Asociación Campesina de Antioquia (ACA), cerca de 40 colombianos e internacionalistas tuvieron la ocasión de recorrer localidades de esta hermosa región para conocer cómo están afectando diferentes megaproyectos, principalmente de extracción de recursos naturales.

Al paso de este singular grupo que viajaba en Chiva —como se conoce a los autobuses colombianos adaptados al transporte rural— los testimonios de los pobladores coincidían. Permanecer en el campo no es solo resistir los intentos de despojo de las multinacionales. El Estado también revictimiza a las comunidades mediante la imposición de obstáculos legales que les impiden aprovechar sus recursos naturales y desarrollar actividades agrícolas y ganaderas.

Sin embargo, pese a contar con una vida plagada de tragedias, las voces de los participantes de la Caravana que explicaron experiencias de resistencia desarrolladas en otras partes del país, les animan a la organización social y a la lucha. Porque, tal y como dijo en La mala hora, el escritor más celebre de Colombia, Gabriel García Márquez, «todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra».