El surgimiento de guerrillas durante los años 60 respondió a condiciones históricas de pobreza, desigualdad social y exclusión política de un régimen oligárquico. La reacción contrainsurgente y el paramilitarismo, con el apoyo de EEUU, generaron una guerra y una represión desmedida.

La firma de los acuerdos con las FARC desescaló el conflicto, pero la realidad demuestra que Colombia, en lugar de ser la única democracia del Cono Sur que no ha padecido una dictadura, es un régimen autoritario y corrupto próximo a la condición de Estado fallido. En lugar de construir la paz, el presidente Iván Duque, que en su programa electoral llevaba modificar los acuerdos, predica una paz con legalidad, incrementando el gasto militar y la represión de movimientos sociales. Su legitimidad democrática es cuestionada por los casos del Ñeñe, narcotraficante asesinado en Brasil, y de Aida Merlano, excongresista huida a Venezuela, que reabren la cuestión de la compra de votos a su favor.

Se da un negacionismo en derechos humanos. Después de más de 817 líderes sociales asesinados tras los acuerdos de paz y 57 en el 2020, la ministra de Interior afirmó que «mueren más personas por robo de celulares que por ser defensores de DDHH». El uribismo pidió el cierre de la oficina de Naciones Unidas después de que el relator especial Michel Forst asegurara que este sigue siendo el país de América Latina donde se asesina a más defensores de DDHH; o el nombramiento en la presidencia del Centro Nacional de Memoria Histórica de un uribista opositor al proceso de paz.

Reinan la desigualdad y la inequidad social, mientras el Gobierno se compromete con modelos neoliberales y extractivistas, en lugar de resolver los problemas del país. Sirva como ejemplo la muerte por desnutrición de 4.770 menores en La Guajira (datos de la Corte Constitucional del 2018 respecto a los ocho años anteriores), incrementados desde entonces. Con este panorama, la conflictividad social y las protestas iniciadas el pasado noviembre continúan.