En septiembre del 2000, los líderes mundiales se reunieron en Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas, para adoptar la Declaración del Milenio por la cual se comprometían a cumplir los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). El siglo comenzaba con una esperanzadora agenda económica y social común para los siguientes quince años.

Un año más tarde, el día 11 del mismo mes, en la misma ciudad, dos aviones secuestrados por terroristas de Al-Qaeda derribaron las torres gemelas del World Trade Center. La agenda social y económica mundial quedó enmendada por la nueva prioridad global: la lucha contra el terrorismo. Ello supuso, y lo conocemos bien, el diseño de políticas de seguridad (“»a securitización de la agenda»), control y persecución del terrorismo yihadista. Muchos pensamos: «Qué mala suerte para los ODM».

En septiembre del 2015, después de un amplio proceso participativo con la sociedad civil, todos los estados miembros de las Naciones Unidas aprobaron los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Ese mismo año, pero en diciembre, se celebró la cumbre del clima de París. Comenzábamos un nuevo ciclo de una agenda mundial con 17 objetivos para atender la desigualdad socioeconómica, la crisis climática y limitar el calentamiento global.

Cinco años más tarde, el 11 de marzo del 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) determinó que el covid-19 era una pandemia, y el problema global se diseminó en problemas nacionales. La prioridad fue la atención sanitaria de los enfermos, la prevención de nuevos contagios (medidas higiénicas, distancia física, restricciones de movilidad), la vacunación y la recuperación económica. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible pasaban a un segundo plano. Muchos pensamos: «Qué mala suerte para los ODS».

Cerramos la segunda década del siglo con una cadena de infortunios. Es lo primero que, en una simple visión retrospectiva, podemos deducir. Podríamos culpar al azar, la mala suerte o las inevitables contingencias de la vida. Pero, ¿si asumiéramos que el terrorismo global y las pandemias víricas son parte de los efectos imprevistos de la desigualdad socioeconómica global, la injerencia militar de las superpotencias, la contaminación ambiental y la extinción de especies que tanto los ODM como los ODS han pretendido atender?

Las evidencias son cada vez más claras. No es la mala suerte. El etólogo Boris Cyrulnik afirmó que es el efecto de la civilización el que ha creado el virus. Las consecuencias perversas de las acciones económicas, políticas y militares internacionales están repercutiendo de forma dramática y contundente sobre los esfuerzos de mitigación y corrección que pretenden prevenirlos. Los efectos de la acción humana se están imponiendo sobre el diseño de las soluciones, disminuyendo su capacidad preventiva y correctiva. Estamos llegando tarde y la repercusión de los efectos está siendo mucho más grave que sus causas. El pensamiento complejo le llama causalidad circular retroactiva.

Sin un diagnóstico compartido por los estados y sin una sociedad civil global fuerte o, al menos, sin una sociedad civil global, no habrá voces ni mecanismos de presión para que los gobiernos y organizaciones multilaterales cumplan con la agenda y, cómo no, culparemos a la mala suerte.