«Campo de concentración», «peligroso» e «inseguro» son tres de los calificativos más repetidos por voluntarios y refugiados a la hora de definir Moria. «Siempre hay peleas. Siempre», repite como una letanía Mahmud, un niño palestino de 10 años. Moria, controlado por las autoridades griegas y donde rara vez se permite la entrada a periodistas, tiene un perímetro delimitado por verjas y alambradas de espino. También dispone de una una prisión para los que van a ser deportados tras rechazar su petición de asilo. Pero su imagen de fortín se desvanece al dar la vuelta a una esquina, ya que en uno de sus lados hay varios agujeros en las vallas que dejan entrar y salir a todo aquel que quiere hacerlo sin pasar por la única puerta oficial y controlada. El trasiego por estas aberturas es constante, se produce incluso a la luz del día.

Contiguo se encuentra el llamado Olivar, una ladera donde se apiñan miles de personas. Se calcula que vive más gente fuera que dentro de las instalaciones. Las condiciones de unos y otros no difieren demasiado, salvo la existencia de partes techadas y cuartos de baño corrientes en el caso de los afortunados con hueco en Moria, frente a la intemperie y las duchas portátiles de quienes duermen fuera. El grado de masificación es tan elevado que, además del Olivar, hay decenas de pequeños asentamientos en las inmediaciones del recinto. Safi es sólo un inquilino más en estos últimos.

La saturación tiene sus consecuencias en el reparto de comida, con esperas de hasta tres y cuatro horas para recibir un plato. «Cuando voy a la fila para conseguir alimento, siempre es muy larga y hay peleas porque no hay suficiente para todos. Además, la comida no es buena, hasta los médicos lo dicen (...) Vivir aquí es muy difícil», dice Ahmad Fajim, afgano de 30 años, antes de salir corriendo para llegar a tiempo de lograr una ración, algo que no siempre consigue.

«Hay mucha gente con ataques de pánico, la mayoría de los problemas de salud que vemos son psicológicos. El resto se solucionarían con comer y dormir bien», explica una médico británica voluntaria en el centro. «Vemos cada tarde a cuatro o cinco chicos jóvenes con cortes en los brazos, nos llega mucha gente con tendencias suicidas», apunta otra colaboradora.

Lo constata el coordinador de MSF en Lesbos, Marco Sandrone: «Los números son increíblemente altos, vemos muchos casos de intentos de suicidio, incluso en nuestra clínica pediátrica, donde recibimos cada vez más niños que se quieren autolesionar». En su opinión, las condiciones de Moria y su insalubridad agravan la situación.