Llovizna en el monte y comienza a refrescar. Cuatro personas duermen en una tienda de campaña para dos, y otras seis lo hacen en un diminuto habitáculo techado. Los primeros buscan una manta para evitar que el agua se cuele. Muchos se quejan, protestan por las condiciones. Cunde la indignación y elevan el tono. Safi, sin embargo, no: «Nunca volveré a Somalia -asegura-. Esto es mejor que estar allí. No quiero volver a escuchar el sonido de las balas y de los coches bomba. Quiero vivir».

Solo lleva unos días en suelo griego, pero sus ojos ya han visto lo que hay: verjas, alambradas, bolsas de basura amontonadas, peleas diarias, agresiones sexuales, intentos de suicidio y colas de tres horas para recibir un plato de comida. Es Moria. Ubicado en la isla de Lesbos, el campo, unas instalaciones militares preparadas para albergar a 3.000 soldados de forma temporal, acoge ya a cerca de 18.000. Está tan masificado que se extiende por dos laderas contiguas fuera del recinto. Y las llegadas no cesan.

La gravedad de la situación ha llevado al nuevo Gobierno griego, de signo conservador, a anunciar su cierre. ¿La solución? Construir varios Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE), uno de ellos en Lesbos, que sustituirán las deficientes instalaciones utilizadas ahora. El objetivo del Ejecutivo es restringir los movimientos de quienes piden asilo, que hasta hoy pueden moverse por la isla sin demasiados problemas. «Moria está peor que nunca, vengo en shock», cuenta Philippa Kempson, que trabaja junto a su marido en la oenegé británica Hope Project. Llevan más de cuatro años en Lesbos.

La llegada de refugiados marca el día a día de esta región, una pequeña isla bañada por el mar Egeo con cierto desarrollo turístico donde viven unas 80.000 personas. Cerca de 35.000 lo hacen en su capital, Mytiline, una ciudad de casas blancas, bares, pubs de moda y puerto náutico. Refugiados, voluntarios, locales y turistas conforman un ecosistema de contrastes.

Hay tensión en el ambiente. Si el campo de Moria y sus aledaños fuera un núcleo poblacional, sería el segundo municipio más importante de una isla. Solo en el 2019 Lesbos ha recibido más de 27.000 nuevos solicitantes de asilo -en España, con una superficie 300 veces superior, se registraron 32.000-, según datos de la ONU, que reflejan cómo el flujo de pateras se disparó desde el verano hasta niveles que no se veían desde el 2016.

GEOPOLÍTICA COMO TRASFONDO

Safi es somalí, una minoría dentro del campo. Lo contrario que Zainab Mohammadi, de 19 años, nacida en Afganistán, como el 80 % de los vecinos de Moria. Llegó hace once días procedente de la costa turca, en patera. Desde entonces duerme al raso junto a otros miembros de su familia, a la espera de conseguir una tienda de campaña. Unas mantas colocadas en el suelo delimitan su espacio. Están fuera del campo, en las laderas de la montaña, como otras miles de personas. «Vinimos en un bote, fue aterrador... Fueron dos horas de viaje, junto a otras 35 o 40 personas. Ahora mismo no sabemos dónde está nuestro padre, le perdimos el rastro en Turquía y no sabemos nada de él», relata.

La historia le suena. Es testigo cada noche. Se llama Edgar Garriga, tiene 29 años y es de Tarragona. Ingeniero informático, socorrista y patrón de barco. Colabora con la oenegé Refugee Rescue, que rastrea a diario la costa en busca de pateras a las que guiar a tierra para que no encallen. En última instancia, se encargan de rescatar a quienes caen al agua. No muy lejos de su cuartel general, en el norte de la isla, se encuentra el llamado «cementerio de chalecos», una suerte de vertedero con miles de estas prendas acumuladas junto a barcos y lanchas destrozados.

Alejado de cualquier núcleo poblacional, solo las cabras y algún curioso transitan el lugar. «En el mar vemos cómo guardacostas turcos entran en aguas territoriales griegas, retienen las embarcaciones de los refugiados y las devuelven a Turquía. Es un acto ilegal, pero se sienten impunes por el tratado firmado con la UE», denuncia Garriga.

El acuerdo entre Bruselas y Ankara entró en vigor en el 2016. Al país otomano llegan cientos de miles de sirios desplazados por la guerra, de acuerdo con estadísticas oficiales, pero también muchos afganos e iraquíes, entre otras nacionalidades. La UE aporta fondos a Turquía para ayudar a recibir a este contingente, a cambio de que no pase a su territorio. Las oenegés coinciden al denunciar que las autoridades turcas regulan el flujo migratorio a su conveniencia, como mecanismo de presión. «Moria está así porque es una forma de mandar un mensaje: no vengáis, permaneced lejos», lamenta la líder de otra oenegé bajo condición de anonimato.

Dentro del campo, la salud de Safi y del resto de refugiados está directamente en manos de oenegés, que cuentan con un hospital de campaña y reducido tamaño en el que decenas de personas esperan a ser atendidas. Fuera, justo enfrente, Médicos Sin Fronteras (MSF) atiende sobre todo a mujeres y niños. En los casos más graves, una ambulancia del sistema sanitario griego llega y se lleva al paciente al hospital, donde los medios son escasos y no siempre hay traductores.

El somalí de 32 años que pese a todo no quiere regresar, Safi, era camionero en su país natal. Acaba de llegar hace cinco días a Moria y ya ha sido víctima de un robo junto a varios de sus amigos, lo que les lleva a buscar cobijo fuera del campo oficial. La falta de seguridad también se traduce en agresiones sexuales, tanto dentro como en los aledaños del campo. No hay cifras oficiales pero se trata de un secreto a voces. Tanto que MSF ya lo ha denunciado públicamente.

Safi reconoce que no se esperaba una situación tan dantesca. Aún así, pone al mal tiempo buena cara: «Si no hay comida, puedo ser paciente. Si no hay agua, puedo ser paciente. Si no tengo un techo, puedo ser paciente. Gracias a Grecia, ahora soy libre. Vivir al raso, como en la Edad de Piedra, no es el problema». Y suelta una carcajada.