Nadie hubiera dicho que Dany Morgan tenía talento. Pero lo tenía. Quizá hasta aquel día sólo el propio Dany lo sabía. Quizá él mismo, con el paso de los años, acabara disipándolo en el éter rancio de su habitación. Una habitación austera; una mesa, una silla y un camastro. Más que suficiente para que el genio del alma y del pensamiento se manifestase en forma de pequeña o gran obra maestra. Viejo y enfermo, Dany Morgan introdujo los dos últimos capítulos de su novela en un sobre. Al tiempo que apagaba la luz de la vela, se desplomaba sobre la mesa apagándose también sus sueños e ilusiones.

Dos días después de la muerte de Dany Morgan, el sobre llegaba a manos de Mr. Potter, su casero. Un tipo ruin y avaricioso, propietario de la habitación del viejo escritor y de otras muchas. Ocupadas por músicos, escultores, pintores o escritores como el propio Dany.

Pero Mr. Potter no sólo era dueño de las habitaciones, también lo era del ingenio de estos artistas. Hacía ya muchos años que el miserable casero, sabiendo de la penosa situación económica de sus huéspedes, les cobraba en forma de novela, cuadro o partitura, que luego él mismo firmaba. Cambiaba techo y comida por lo más preciado que se le puede exigir a un hombre: su creatividad. Y aquel tipo despreciable, que no soñaba ni dormido, firmaba los sueños de otros.

Afortunadamente la vanidad de Mr. Potter nunca se vio satisfecha. Sus falsas obras no alcanzaron nunca la fama deseada. Y para una que lo consiguió, resultó que el casero se la había cobrado a un poeta de pega que, no hizo otra cosa, que plagiarle los sonetos a un tal Shakespeare. Por cierto, al aprendiz de poeta lo mantuvo alojado gratis durante seis meses. No hace falta contar aquí las burlas que hubo de padecer Mr. Potter durante largo tiempo al descubrirse el engaño.

Ahora, sin embargo, la suerte le había sonreído. En su mano sostenía el sobre con los dos últimos capítulos de la novela de Dany Morgan. Ésta se había convertido en un éxito total. Era, sin duda, la mejor novela por entregas de la historia. Mr. Potter, para reservarse la máxima notoriedad, había estado firmando la novela con pseudónimo hasta que llegara el gran día. ¡El final de la gran obra! Y con él, la revelación al mundo entero del verdadero nombre del genio entre los genios, del grande entre los grandes: Edgar Potter.

Mr. Potter pasó a máquina los dos últimos capítulos que el viejo Morgan había concluido ya enfermo y con pluma trémula. “¡Al fin!” gritó Mr. Potter-. “Y ahora el nombre del genio: Edgar Potter.”

Pero al pulsar la tecla de la E, la letra se pegó en los nudillos integrantes de un puño fantasmal que golpeó frontalmente el rostro del casero. El impacto fue de tal violencia, que la propia letra E quedose grabada en la frente de Mr. Potter. Cuando éste se llevaba las manos a la cara, recibió por parte de la letra K una fuerte patada en el bajo vientre que hizo que el casero acabara tendido en el suelo. Al momento todas las letras se le echaron encima golpeándole sin piedad, Hay que decir que había letras de todos los tamaños. Alguna, hasta era más alta que Mr. Potter.

A cada golpe que recibía el casero, las onomatopeyas de queja bailaban en el aire en torno a la parte del cuerpo que recibía el impacto. También las onomatopeyas salían de la boca de Mr. Potter, siendo éstas de mayor o menor tamaño según el grado de dolor que sentía. La rebelión de las letras era imparable. Era como si le obligaran a expulsar todas las letras y los sonidos que, a lo largo de su miserable vida, había tomado como suyos. Los auténticos dueños del talento habían caído con la mayor de las deshonras. Siguieron golpeando. Letras y sonidos seguían saliendo del cuerpo de Mr. Potter. Lo mismo pasaba con los colores usurpados. Estaban dibujados por todo el cuerpo del tirano: morado, amarillo, gris, azul, ocre. Por fin habían sido expulsados.

Lo cierto es que la rebelión de las letras arrancó a Mr. Potter letras, colores, sonidos y cualquier otro vestigio de genialidad que no fuera suyo. Y como el casero no soñaba ni dormido, no pudo siquiera imaginarse la manera de escapar de aquello.

Finalmente, las letras dejaron de golpearle. La H se tumbó en el suelo. Colocaron sobre ella y boca abajo al malherido casero. Algunas letras agarraron los extremos de la letra tumbada y la alzaron. La figura de Mr. Potter quedó patéticamente doblada entre el jolgorio y la burla general.

Las letras que portaban al herido se abrieron paso ante las demás que proferían insultos de todas clases contra el humillado casero. Al fin, se situaron frente a una L enorme puesta al revés. Dos T se situaron bajo cada hombro de Mr. Potter a modo de muletas para lograr mantenerlo en pie. Le colocaron una O alrededor del cuello. Luego se acercaron a la enorme L al revés que presentaba el aspecto amenazador de una horca. Frente a su ángulo recto se había colocado una I en diagonal. La T minúscula dio un gran salto y pegó su cabeza al otro extremo de la L invertida. Las letras ataron el extremo colgante de la T minúscula a la O que se aferraba al cuello de Mr. Potter. Éste horrorizado seguía sin soñar ni imaginar. Entonces las dos T que lo mantenían de pie se retiraron de golpe. Al casero le temblaron las piernas y de su boca salió una última onomatopeya: “¡Agghh!”

La R, la I y la P se quedaron unos segundos observando el cuerpo ya inerte y luego se retiraron.

Desaparecieron todas las letras menos diez. Estas se tumbaron gustosamente al final del folio que seguía encajado en la máquina de escribir. Formaron un nombre y un apellido: Dany Morgan.