Tras la investidura de José Luis Rodríguez Zapatero como quinto presidente de la aún joven democracia española, se puede afirmar que entramos en una etapa de certezas e incertidumbres. La principal evidencia es que el nuevo jefe del Gobierno, mal que les pese a sus detractores, incluidos militantes de su partido --no fue precisamente un falangista nostálgico quien lo comparó con Bambi --, es un político de altura, comprometido con unas ideas y dispuesto a desarrollarlas en hechos concretos.

Entre las dudas más destacadas figura la propia existencia de las mismas; es decir, saber cómo, cuándo, en qué materias y con qué grado de colaboración se desgranará ese cambio tranquilo prometido por el líder del socialismo español en campaña electoral y en su discurso de investidura. Son abundantes y muy complejos los retos del nuevo Gobierno. Tanto es así, que deberá apelar al posibilismo y a la negociación permanentemente, porque... ¿cuál va a ser realmente el grado de implicación de los partidos, colaboradores u opositores, ante las propuestas del PSOE, habida cuenta del pluralismo de la nueva Cámara y de la escasa tolerancia a la frustración que ha mostrado el PP en plena indigestión de la derrota electoral? Tomando prestado un célebre aforismo de Tolstoi, tendremos que exigir que se pase rápidamente de las ideas a la acción, porque "es más fácil escribir diez volúmenes de principios filosóficos que poner en práctica uno solo de esos principios".

No se trata de desconfiar gratuitamente de la capacidad del nuevo presidente para plasmar los grandes ejes de su política anunciados en el Congreso de los Diputados sin pervertirlos conceptualmente. Sinceramente, Zapatero es un hombre capaz, dotado y, además, con ese punto de suerte siempre necesario para llegar a la meta victorioso o, al menos, para no quedarse descolgado cuando se sufre una pájara. Sólo por el nuevo talante mostrado por el líder socialista, capaz de entender una realidad de España menos cerrada y más rica en matices que su antecesor en el cargo, José María Aznar, queda claro que en algo saldremos ganando. Como dio a entender con acierto el diputado de CHA en el Congreso, José Antonio Labordeta, en su dicurso del pasado viernes, no puede llevar las riendas de un país un presidente que se comporta más bien como si fuera un gerente de empresa.

Ahora bien, siendo necesaria una declaración de principios para mantener el buen rumbo de un gobierno, desde el minuto siguiente de la toma de posesión Zapatero debe demostrar que ese hermoso credo que tomó prestado de su abuelo --"un ansia infinita de paz, de amor al bien y de mejoramiento social de los humildes"-- puede traducirse en hechos concretos y, lo que es incluso más importante, perceptibles por el ciudadano. Uno de nuestros pensadores más brillantes de las últimas décadas, López Aranguren ya sintentizó perfectamente este pensamiento en unas sencillas palabras: "La moral se esgrime cuando se está en la oposición; la política, cuando se ha obtenido el poder".

Tomando al vuelo los anuncios más notables planteados por el socialista en su investidura --freno al trasvase, pacto antiterrorista, reforma de la Constitución, medios públicos independientes, aumento de las pensiones más bajas, disminución de la violencia machista, cambios en la política educativa...--, comprobambos cómo todos tienen un punto en común: la necesidad de actuar urgentemente y de reunir en torno a estos problemas el mayor número de voluntades. Venimos de una legislatura en la que el unilateralismo, unas veces, y la soberbia del gobernante, en otras, han impedido solucionar, cuando no simplemente abordar, cuestiones irrenunciables que sólo encontrarán salida ahora desde la decisión y el arrojo del Gobierno y desde la cooperación entre partidos y entre instituciones. Y el diálogo verdadero, dentro de la legítima y pertinente discrepancia de pareceres, es más urgente que nunca después de años en los que se había convertido en un fetiche al que se apelaba para quedar bien.

Como sucede en los temas de Estado, en el caso concreto de Aragón, las expectativas generadas por Rodríguez Zapatero en su discurso son muy amplias. En la comunidad autónoma existe un deseo real de ver solucionado de una vez por todas el problema del agua en España. Para desterrar definitivamente el trasvase del Ebro no sólo hay que derogar la ley actual, sino ofrecer una alternativa sostenible y poco lesiva a quienes hoy necesitan el líquido elemento para consolidar su desarrollo, sean vecinos de un pueblo de montaña, de los Monegros o de la huerta murciana. El plan alternativo del PSOE apunta en esta dirección, los fondos europeos están esperando destino y existe un claro afán de entendimiento en Aragón para desterrar de una vez por todas un asunto, el de la política hidráulica, que lastra cualquier debate y hastía a la ciudadanía.

Y lo mismo ocurre con los territorios aragoneses más desfavorecidos por falta de oportunidades, la mayoría de las veces con un claro déficit de infraestructuras. Los compromisos del nuevo presidente con Teruel, por ejemplo, explicitados en la tribuna del Congreso, tienen fácil traslado a los presupuestos generales del Estado y a los de la comunidad autónoma si la voluntad política es firme y decidida. El impulso de Rodríguez Zapatero es evidente como talante, y quienes llevan tantos y tantos años esperando que las buenas palabras se conviertan en realidad no pueden seguir en el ostracismo del defraudado. Mucho se ha acusado a los aragoneses de víctimistas cuando lo que ocurre es que somos simples víctimas.

Se dan, pues, todas las condiciones para que el motor del cambio comience a rodar y traslade su rendimiento al progreso de una tierra que depositó su confianza en Zapatero. Un presidente que esta semana ha escrito un hermoso prólogo y que ahora debe pasar, utilizando la metáfora cervantina que él mismo pronunció en el Congreso, al meollo y a la sustancia.

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