La conmemoración del 75º aniversario de la ONU coincide con un momento de retroceso del multilateralismo y de activación de una nueva forma de guerra fría, esta vez entre Estados Unidos y China. Sin que se haya reformado su planta institucional, que sigue reflejando el predominio de las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial, ni haya mejorado su capacidad ejecutiva para que se cumplan plenamente las resoluciones del Consejo de Seguridad, las Naciones Unidas se perciben con demasiada frecuencia o ligereza como una organización ineficaz. Sin embargo, la historia demuestra que su existencia es indispensable. Justamente, el gran reto que debe afrontar la ONU en las próximas décadas es acercar su estructura a la realidad política, social y económica del siglo XXI sin renunciar al realismo y aceptando de antemano que los equilibrios de poder implican servidumbres. Son muchas las voces que reclaman este cambio y disponen de un enorme poder de facto quienes se oponen a él, pero la utilidad futura de la ONU en desafíos globales como la emergencia climática y la proliferación de las desigualdades depende en última instancia de que sea capaz de poner al día un modelo que remite al pasado.

Esta gran entidad, nacida como respuesta a los totalitarismos y las guerras mundiales del siglo XX, necesita adaptarse a los grandes retos y desafíos del futuro, y debe contribuir con más decisión y solidaridad a terminar con los grandes conflictos abiertos.