Uno se hace viejo cuando nota que empieza a no importarle decir a todo el mundo que le gusta la Navidad. Uno se ha pasado media vida o más refunfuñando con más o menos brillantez y brío sobre estas fechas señaladas; sobre la monserga de la lotería, el turrón pelma que trae al hijo con bufanda y trenka al abrazo del hogar materno con luces amarillas y brillos aún más amarillos, esa grima. Uno oye al señor C, que es más viejo aún que uno, señalarle que siempre le ha parecido que la gente que protesta por la navidad lo hace, mayormente -el señor C dice mucho mayormente, dice que le gusta la palabra- por esnobismo.

El señor C, que ya no es tan pobre, dice que recuerda cuando lo fue más, y me cuenta de una vez que fue con su hermana a Calatayud, por Navidad -me dice que escriba navidad con minúscula, que tampoco hay que pasarse. Que no es que fuera tan pobre, o sea, pero que no abundaba el dinero líquido (ni sólido, ni gaseoso, dice ... y se ríe de su propio conocimiento de los tres estados posibles de la materia, o sea, del dinero) y que por eso, por su escasísima abundancia, el poco que tenían, había que mirar bien dónde lo dejaban y a cambio de qué.

El turrón era, por aquél tiempo, el tiempo del señor C, un artículo especial de la Navidad; el más señalado, tal vez; y por eso había que estirarse un poco para poder catarlo y catar así mejor el espíritu de la Navidad, que empezaba a decirse ya entonces. Lo había de yema, de Cádiz, que era como de mazapán con frutas más o menos, de mantequilla, y el de jijona duro y blando. Ahora hay turrones tan variados y sofisticados que el señor C, me dice, se sentiría muy abrumado si tuviera que elegir, así que casi agradece no poder comerlo ya, ni apetecerle.

Le digo que yo era uno de esos acérrimos contra la Navidad, y más aún contra ese espíritu comercial de la Navidad que me parecía tan repugnante; pero que me parece que tiene razón, que en parte lo decía por hacerme el disconforme; porque resulta, le digo al señor C, que la mayor parte de la vida me la he pasado disconforme con todo, hasta con lo que no me importaba casi nada, como el caso de la Navidad. Y asiente dando suaves cabezazos verticales.

Claro que me acuerdo, dice; salíamos de una noche larga, y estaba casi todo por hacer. Todo lo viejo era sospechoso de serlo, muchas veces con razón, pero luego estaba eso, un deseo de desagradarse por todo, de no aceptar ni siquiera lo que no era culpable de casi nada. Porque a la Navidad de los cristianos -dice el señor C- apenas nadie se atenía con rigor; y que todo el mundo cumplía el rito por las impregnaciones paganas, más que por el rigor católico, Y hasta el cura, decía el señor C, de la misa del gallo, sabía que aquella parroquia tan abundante no la vería en la siguiente misa del domingo. Pero aún así lo celebraba, como un actor que por fin ve lleno el teatro, y aunque no confíe demasiado en lo que quede del mensaje, de todas formas se estira y se pone tieso para esa función especial. Y se dice para sí, se figura el señor C, según me dice: bueno, por si acaso, Dios lo ve. Y me dice también que ponga dios igual de con minúscula que la navidad, que para eso dudamos cristianamente de hasta su existencia.

Y en fin, hacia el final de la historia de uno, parece que así como los músculos de cuerpo se distienden y hay que hacer ese esfuerzo para verlos otra vez tensados, igual las convicciones se ejercitan con cierta lasitud; y hay que tener una espoleta, un pinchazo, algún horror inesperado, alguna nueva barbaridad de las muchas que inventamos, para ponerlas a vibrar y rescatar esa rabia vieja por el nuevo desmán, por el abuso, por el horror, por la mentira, por la impostura, etc...

Y el señor C me hace un gesto apacible con la mano hacia abajo, diciendo sin decir que ya me entiende, y se encoje de hombros mientras dice ya, ya, pero, osea: que te va pareciendo mejor la navidad; ésta, de la que hablamos, la de con minúscula, ¿no? Y le digo que sí, que francamente, sí, que un poco sí.