Ayer no era San Martín, pero como si lo fuera. Después de ocho años de tortura deportiva, económica e institucional, después de haber arruinado al Real Zaragoza, de haberlo conducido al borde del precipicio de la desaparición y de dejarlo desamparado en Segunda, desnudo y sin nada que no sean montañas de deudas y denuncias, Agapito Iglesias por fin tomó la decisión. Ayer, en una notaría de Madrid, el soriano firmó el acuerdo de venta de su paquete accionarial al grupo al que ha puesto cara y voz Mariano Casasnovas y al que han dotado de músculo financiero otros siete empresarios más, casi todos de la tierra. Desde el instante en el que hagan su aparición en sociedad pasarán a ser las nuevas cabezas visibles del Zaragoza, veremos con qué en la sombra y con qué en primer plano, pero siempre apoyados necesariamente en un fondo de inversión, que será el que pilotará el futuro deportivo del equipo y el que, teóricamente, surtirá de capital mayoritario a la SAD a medio y largo plazo.

Este grupo de ocho empresarios, que aún tienen muchas dudas que despejar pero a los que hay que reconocer su atrevimiento por poner la cara en un club con una deuda reconocida de 113 millones de euros y 42 en impuestos diferidos, cercana a la quiebra, será el que aporte el acento aragonés a la nueva propiedad y, principalmente, el que eche gasolina para que el coche no se detenga en el cortísimo plazo con una inversión inmediata de ocho millones.

Son los hombres a los que Agapito ha decidido traspasar sus acciones porque nadie se lo había prohibido. Que Iglesias se vaya es una extraordinaria noticia. El soriano, el hombre más repudiado en Aragón en muchas décadas, se despidió a su estilo. Dando las gracias a los que se las han reído, cargando contra los que le han fiscalizado y gracias a los cuales se conoce realmente quién es y qué tropelías ha hecho, entre ellos este diario, y no asumiendo culpa alguna en este despiporre. Hasta nunca, Agapito. Hasta nunca.