«Sueña, que soñar es gratis», nos han dicho en más de una ocasión; sin embargo, creo que soñar es el más caro de los viajes que hacemos a diario. Hay personas que no recuerdan sus sueños, o eso dicen, y de ser verdad para ellos sí que sirve eso de que soñar es gratis, porque sus sueños se construyen en el futuro y en el deseo de alcanzar cosas anheladas desde el presente.

Hablo de otros sueños, de esos que nos acompañan noche tras noche y que son el delirio de todos nuestros fracasos y de muchos de nuestros anhelos; son los miedos convertidos en mareas y los ruidos secos y los colores oscuros y las caras, una tras otra, acercándose y repitiendo frases monosilábicas que se ríen del alma humana, que es un manicomio con puertas blindadas.

También están los sueños vulgares que avergüenzan a aquellos que los tienen, porque en esos sueños básicamente no pasa nada, incluso diría que hay paz, pero una paz ciega por la ausencia de riesgo y en la que el sueño se proclama victorioso en un encefalograma plano que no duda ni siente ni recuerda ni ama.

Los sueños, los que no son gratis, nos despiertan a veces sofocados y otras repleto nuestro rostro de lágrimas que nos cuesta detener, porque el sueño ha sido violento y real y el dolor ha tocado nuestro estómago y el carbón negro de nuestros pensamientos se ha hecho barrera entre la vida que queríamos soñar y el sueño que se ha convertido en pesadilla en este viaje, que no es de ida y vuelta.

Sueño que te acaricio y que tú me acaricias en una suerte de baile feliz y durmiente, hasta que una luz de alcantarilla te arrebata de mis brazos y el hueco que tú dejas se llena de dolores con forma de estrellas que se descomponen y al hacerlo se convierten en miles y miles de pequeñas moscas negras de las que no sé cómo huir. Busco una puerta o una ventana para salir del sueño, pero todo sigue a oscuras y las moscas son más y más y el espacio es cada vez más estrecho y si respiro, las moscas entran por mi boca y por los orificios de mi nariz y si no lo hago moriré, pero todo es un sueño, me digo, y me repito que debo despertar, pero el sueño no quiere abandonarme y cada vez me ahogo más y más, hasta que alguien abre una puerta y me dice: «Corre, ven, sueña, que soñar es gratis».

El día tiene el color apacible de las cosas cotidianas: el cielo está gris, la rosa del jarrón un poco más mustia, un perro ladra y sus ladridos se cuelan a través del patio comunal y a través de ese patio también llega el llanto de un niño que le explica a su madre que no quiere volver a dormirse, porque los sueños son malos y llegan para decirle todas las cosas que no quiere oír o que prefiere olvidar. Tiene unos diez años y yo pienso que soñar no es gratis, es el precio que pagamos por vivir.