A lo largo de esta semana hemos recibido varias noticias relacionadas con la extrema derecha europea. En las elecciones regionales francesas, a la espera de lo que suceda en el segundo turno, su progreso parece haberse detenido e incluso se abre la posibilidad de que una candidatura progresista pueda competir por la Presidencia de la República al año que viene. Por otra parte la Comisión Europea y varios líderes nacionales han criticado las leyes homófobas de Víctor Orban e incluso le han invitado a iniciar un proceso similar al brexit y abandonar la Unión. En España, sin embargo, vuelve a ser cada vez más difícil distinguir a las derechas en escenarios tan diversos como la plaza de Colón, la Asamblea de Madrid o el Congreso de los Diputados.

Cabe preguntarse si la diferencia entre España y Europa es tan flagrante o solo se manifiesta en determinados momentos. La extrema derecha, a la que se aplican eufemismos como 'derecha iliberal' o partidaria de un 'pluralismo limitado', no acepta que colectivos que no comparten su modelo social o su ideario religioso (homosexuales, judíos...) tengan los mismos derechos que los demás y pretende imponer una visión unívoca de la nación fuera de la cual se prohíbe el ejercicio de la política, pero su agenda contiene elementos que no parecen molestar tanto a los países de la Unión Europea o a muchos de sus habitantes: me refiero a la obsesión por la seguridad, la emigración irregular, el terrorismo o el islam. Además, los grandes poderes económicos consideran un mal menor estas 'salidas de tono' y aprecian su interés en reducir el peso del Estado para dejar paso a la iniciativa privada en ámbitos tan interesantes como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Desde este punto de vista nuestra derecha no solo no estaría tan lejos de Europa como podría parecer, sino que la actitud errática que muestra con la extrema derecha (comprensión y rechazo, discursos grandilocuentes, supuestamente dignísimos, seguidos de pactos autonómicos de gobierno...) sería una manifestación doméstica de un problema europeo, es decir, cómo relacionarse con estas fuerzas políticas extremistas.

Apaciguamiento

La comparación histórica puede ser un tanto fácil e incluso precipitada, pero quizás ayudaría a diseñar una serie de objetivos a medio plazo sobre la relación con este tipo de ideas. En el período de entreguerras, la política de apaciguamiento y la tolerancia de los grandes poderes económicos hacia los fascismos, que les ofrecían enormes cifras de beneficios, condujo a la mayor catástrofe de la historia de la humanidad. En la medida en que cualquier demócrata, no solo los historiadores, lamenta la actitud de la Sociedad de Naciones y su incapacidad para frenar dicho avance, se podría exigir hoy en día a nuestros organismos internacionales que adoptaran una postura firme y común frente a la extrema derecha. Si se convencieran de que el apaciguamiento (el pragmatismo de la política europea disolverá sus ideas más rocambolescas) y unos programas económicos más que prometedores para las grandes empresas terminarán por hacer retroceder los principios democráticos más básicos, los países de la Unión Europea podrían dejar de gesticular de vez en cuando y elaborar una agenda clara de actuaciones en el caso de que estas fuerzas políticas se hagan con el poder.

Como la derecha democrática no parece capaz de resolver el conflicto por sí misma, ya que defiende tanto el diálogo sin complejos, como el cordón sanitario o la absorción a través de la defensa de ideas muy similares, la Unión Europea debería ser la que arbitrara (o aplicara más decididamente) medidas, que respetaran la soberanía nacional pero dejaran claro que hay políticas que nos desconectan de una comunidad internacional con ideas y valores comunes.