Salgo del cine pensando en la película que acabo de ver, dándole vueltas a sus diálogos. Sí, los actores decían frases lapidarias como que «La vida es una película. Y la muerte es su final trágico». Y se me ocurre pensar que lo decían porque, en verdad, estaban dentro de una película. Desde luego, no tengo ninguna duda de que eso no lo diría nadie en la realidad; el mundo real no es de tecnicolor; es gris, negro, negro como el carbón. Mientras pienso esto, camino por un callejón sombrío, envuelto en sombras y noche. De repente, dos macarras surgen de entre unos contenedores de basura y vienen hacia mí como una tromba. Uno de ellos lleva una navaja y el otro unas enormes cadenas. Casi me trago la nuez, sobresaltado. «Sí, esto es el mundo real», pienso, «mierda, mierda y más mierda». Los dos delincuentes se sitúan entre tanto encima de mí. Pienso que no les puedo hacer frente e intento escapar corriendo... pero de pronto un hombre sale de las sombras del callejón y se lanza impetuosamente sobre los dos. Le quita a uno la navaja de una certera patada y le encaja al otro un puñetazo en plena cara. Después golpea en los huevos al de la navaja y le destroza la cabeza al otro con sus propias cadenas. En cuestión de un segundo, ha dejado fuera de combate a los dos. Entonces, asombrado, observo a mi salvador. Al verlo quieto enfrente de mí, me fijo en que se me parece bastante y en que lleva el peinado semejante, pero, sobre todo, lo que más me extraña es apreciar que viste exactamente igual que yo. Sí, lleva una camisa de rayas azules y negras como la mía, también luce pantalones negros... El tipo me sonríe. Y comprendo, aturdido, qué es aquel tipo. «Gracias», le digo. «De nada, hombre. Es mi trabajo. Debo actuar en las situaciones difíciles», asiente el especialista, yéndose.