Una de las teorías más curiosas de Thomas Mann atribuía a Lutero no solo la desobediencia a Roma, sino la culpa de haber terminado con la colaboración entre religión y arte que tales resultados dio en el Renacimiento, con Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, etcétera. Según Mann, la progresiva independencia de los artistas de la tutela eclesiástica liberó las artes hacia manifestaciones mucho más convulsas o abigarradas que las enmarcadas en la tradición bíblica, el Evangelio o la fe. Doctor Faustus una de sus novelas más complejas, desarrolla esa tesis a partir de un imaginario diálogo entre un diablo interesado en ahondar la distancia entre la cultura y la iglesia y un músico dodecafonista dispuesto a prescindir del bien, del mal, de Dios y del propio diablo, en pos de otro canon de belleza.

Algo así como la búsqueda de un nuevo estilo me pareció que se estaba planteando sobre las tablas del Teatro Principal al ver el último, arriesgado y estimulante espectáculo de la compañía de danza LaMov. Las tres coreografías que nos ofrecieron, de Víctor Jiménez, Nunzio Impellizeri y Gustavo Ramírez y Eduardo Zúñiga, coincidían y abundaban en la estética de un mundo nuevo, donde los movimientos, las relaciones, las convulsiones, los contactos, las asociaciones, los encuentros, el amor, el poder, la justicia, el repudio, la alianza o la venganza habían sido redefinidos por nuevos dioses que dominaban la tierra.

En escena, fuerzas oscuras, aceleradas como partículas nucleares y en colisión o conflicto entre sí, como si de sus diástoles, hemorragias y cicatrices se abocetara un alma nueva, la de un hombre apresado por las criaturas que él mismo ha creado. Las sombras de la máquina y de la soledad, o el rumor de la violencia se cernían sobre esos bailarines que, en medio de un bosque de invisibles tubos de hierro danzaban como sobre trozos de cristal tan mágicamente como si el premio de la vida eterna les esperase al estallar los aplausos. En su danza todo era y sonaba distinto. Algo tribal, primitivo, repercutía en las músicas sincopadas, industriales, que pautaban las coreografías con una disciplina férrea, hipnótica, futurista…

Eso fue lo que Víctor Jiménez hizo con su espectáculo La voz eterna: invitarnos a visitar el futuro.